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Alexandra Acosta es una chica de 15 años, de esas que te encuentras en la calle y piensas que es normal, que caminaba hacia el paradero para tomar el bus que la lleve al colegio. Tiene cabello oscuro en coleta sujetado con un lazo amarillo, labios pequeños y piel pálida, a excepción de sus mejillas ruborizadas, con un leve bronceado en la nariz. Llevaba el uniforme del colegio: un pantalón buzo azul oscuro (casi negro) con dos franjas en los laterales (una amarilla y la otra roja) y un polo blanco con el cuello azul, el mismo tono del buzo, con la banderita que representaba a su colegio. No tenía la horrible manía limeña de pronunciar la ll como la y ni la sh como la ch; tampoco el acento entonado chorrillano. El invierno ya había acabado y se asomaban los primeros rayos de sol a través de las densas nubes. La brisa del mar se había llevado los últimos rastros de neblina para brindar un ambiente templado. No hacía suficiente frío como para abrigarse ni bastante calor como para andar en shorts.

Se distrajo con el celular (el tercero en lo que iba del año, tal vez con el mismo destino que sus predecesores, que habían sido despedazados por el inevitable descuido de la dueña) viendo cómo sus compañeros del colegio se alimentaban el ego subiendo selfies con excesivo filtro a tal punto de matarlos de obesidad mórbida. Una que otra vez quiso hacer lo mismo, pero tiene la suficiente capacidad para razonar y llegó a la conclusión de que, simplemente, se vería estúpida. Solo a veces de dejó llevar y cambió su foto de perfil, manteniendo la estética, sin imitar los patéticos gestos con las manos y muecas que el resto de chicos de su edad hacían.

Dado que podía razonar, cabe destacar que, a diferencia del resto y como pocos, tiene buen gusto. No solo por la forma de vestir o hablar, sino por gustos musicales. Detesta el reggaetón, un cáncer que carcome a los jóvenes latinoamericanos hasta dejarlos tan huecos como un coco, un coco en estado de putrefacción. Metal, rock, pop. Lo único que para algunos es digno de escuchar. En ese momento pasaron dos tipos con pantalones ajustados cremas, zapatillas Vans, polos con cola de pato y gorras planas.

—¡Báñense!—les gritó antes de esconderse detrás de un panel de publicidad, por miedo a terminar siento disparada o apuñalada.

Asomó la cabeza para verificar que ya no estaban y lo único que vio fue a un tipo no tan alto observándola. Lo único que podía distinguir de él eran sus ojos café oscuro, que se notaban a lo lejos, profundos y con la mirada fija en ella. Alexandra quedó idiotizada hasta que el bus que la llevaba al colegio obstruyó el contacto visual. Tardó un rato en darse cuenta que el cobrador solo había detenido el bus con la intención de que ella subiera. Subió y al apoyarse en la baranda sintió algo pegajoso. Con una mueca y arcadas en la cara hizo el mayor esfuerzo para no pensar qué era.

Recorrió con la vista cada asiento, analizando a cada persona para ver quién lucía menos delincuente. Pasó de largo los asientos del fondo, ya que si el bus llegaba a estrellarse sería uno de los primeros en morir. Al final encontró un asiento estratégicamente ubicado, lejos de todos, y sentó con la cabeza apoyada al cristal, pensando en como podría mejorar ese hermoso país de mierda. Mientras inventaba utopías, el bus se detuvo y se dio inicio a la diaria orquesta de cláxones, insultos de chóferes estresados y gritos de vendedores ambulantes, y el toque final: el tráfico.

Puto tráfico.

El bus avanzó cincuenta centímetros, en seguida se detuvo. Avanzó otros cincuenta, y otra vez se detuvo. A ese paso Alexandra iba a llegar tarde y la acumulación de tardanzas en su cuaderno de control llegaría al límite y se ganaría una boleta, o tal vez dos si insultaba al auxiliar, lo cual era muy probable.

Decidió largarse de ese basurero con ruedas.

Antes de llegar a la puerta el cobrador interfirió en su camino con el brazo, extendiendo la palma. Alexandra sacó una moneda de cincuenta céntimos y la puso en su sudada mano, evitando el menor contacto posible, la apartó de un empujón y salió disparada sin que la puerta se hubiese abierto por completo. Comenzó a correr por la calle, dando empujones acompañados de un «perdón». La mochila negra con las iniciales «SOAD» trazadas con pintura acrílica le rebotaba en la espalda y las gotas de sudor se deslizaban por sus mejillas. Había tomado un aspecto más rojizo de lo normal, debido a un esfuerzo que no empleado en años. Llegó al final de la cuadra y advirtió en el semáforo que solo le quedaban 3 segundos para cruzar la vasta avenida para llegar al otro lado. Sin pensarlo se abalanzó hacia el peligro, imaginándose a sí misma en el reportaje de peatones imprudentes de los mediocres noticieros peruanos.

Estupideces interdimensionales.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora