Capítulo 3

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Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, como Rambert, llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo. El más importante era la separación y el exilio, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía. He aquí por qué el cronista cree que conviene, en ese momento culminante de la enfermedad, descubrir de modo general, y a título-de ejemplo, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados.

Fue a mediados de ese año cuando empezó a soplar un gran viento sobre la ciudad apestada, que duró varios días. El viento es particularmente temido por los habitantes de Oran porque como no encuentra ningún obstáculo natural en la meseta donde está alzada la ciudad, se precipita sobre ella, arremolinándose en las calles con toda su violencia. La ciudad, durante tantos meses en que no había caído ni una sola gota de agua para refrescarla, se había cubierto de una costra gris que se hacía escamatosa al contacto del aire. El aire levantaba olas de polvo y de papeles que azotaban las piernas de los paseantes, cada vez más raros. Se les veía por las calles, apresurados, encorvados hacia adelante, con un pañuelo o la mano tapándose la boca. Por la tarde, en lugar de las reuniones con que antes se intentaba prolongar lo más posible aquellos días, que para cada uno de ellos podía ser el último, se veían pequeños grupos de gente que volvían a su casa a toda prisa o se metían en los cafés, y a veces, a la hora del crepúsculo, que en esta época llegaba ya más pronto, las calles estaban desiertas y sólo el viento lanzaba por ellas su lamento continuo. Del mar, revuelto y siempre invisible, subía olor de algas y de sal. La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada.

Hasta ahora, la peste había hecho muchas más víctimas en los barrios extremos, más poblados y menos confortables, que en el centro de la ciudad. Pero, de pronto, pareció aproximarse e instalarse en los barrios de los grandes negocios. Los habitantes acusaban al viento de transportar los gérmenes de la infección. "Baraja las cartas", decía el director del hotel. Pero, sea lo que fuere, los barrios del centro sabían que había llegado su turno cuando oían, de noche, silbar cerca, cada vez más frecuentemente, el timbre de la ambulancia que hacía resonar bajo sus ventanas la llamada torva y sin pasión de la peste.

Se tuvo la idea de aislar, en el interior mismo de la ciudad, ciertos barrios particularmente castigados y de no dejar salir de ellos más que a los hombres cuyos servicios eran indispensables. Los que hasta entonces habían vivido en esos barrios no pudieron menos de considerar esta medida como una burla, dirigida especialmente contra ellos, y por contraste consideraban hombres libres a los habitantes de los otros barrios. Estos últimos, en cambio, encontraban un consuelo en sus momentos difíciles imaginando que había otros menos libres que ellos. "Hay quien es todavía más prisionero que yo", era la frase que resumía la única esperanza posible.

En esta época, poco más o menos, hubo también un recrudecimiento de los incendios, sobre todo en los barrios de placer, al oeste de la ciudad. Según informaciones, se trataba de algunas gentes que, al volver de hacer cuarentena, enloquecidas por el duelo y la desgracia, prendían fuego a sus casas haciéndose la ilusión de que mataban la peste. Costó mucho trabajo detener esas ocurrencias que, por su frecuencia, ponían continuamente en peligro barrios enteros, a causa del furioso viento. Después de haber demostrado en vano que la desinfección de las casas efectuada por las autoridades era suficiente para excluir todo peligro de contaminación, fue necesario dictar castigos muy severos contra esos incendiarios inocentes. Y no fue la idea de la prisión lo que logró detener a aquellos desgraciados, sino la certeza que todos tenían de que una pena de prisión equivalía a una pena de muerte, por la excesiva mortalidad que se comprobaba en la cárcel municipal. Sin duda, esa aprensión no carecía de fundamento. Por razones evidentes, la peste se encarnizaba más con todos los que vivían en grupos: soldados, religiosos o presos. Pues, a pesar del aislamiento de ciertos detenidos, una prisión es una comunidad y lo prueba el hecho de que en nuestra cárcel municipal pagaron su tributo a la enfermedad los guardianes tanto como los presos. Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta.

La Peste _ Albert CamusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora