Capítulo 4

1.8K 7 5
                                    

Durante los meses de setiembre y octubre toda la ciudad vivió doblegada a la peste. Centenares de miles de hombres daban vueltas sobre el mismo lugar, sin avanzar un paso, durante semanas interminables. La bruma, el calor y la lluvia se sucedieron en el cielo. Bandadas silenciosas de estorninos y de tordos, que venían del mar, pasaban muy alto dando un rodeo, como si el azote de Paneloux, la extraña lanza de madera que silbaba, volteada sobre las casas, los mantuviese alejadas. A principios de octubre, grandes aguaceros barrieron las calles. Y durante este tiempo no se produjo nada que no fuese ese continuo dar vueltas sin avanzar.

Rieux y sus amigos descubrieron entonces hasta qué punto estaban cansados. En realidad, los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio. El doctor Rieux lo notaba al observar en sus amigos y en él mismo los progresos de una rara indiferencia. Por ejemplo, los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo. Rambert, a quien habían encargado provisionalmente de dirigir una de las residencias de cuarentena instalada desde hacía poco en su hotel, conocía perfectamente el número de los que tenía en observación. Estaba al corriente de los menores detalles del sistema de evacuación inmediata que había organizado para los que presentaban súbitamente síntomas de la enfermedad, pero era incapaz de decir la cifra semanal de las víctimas de la peste, ignoraba realmente si ésta avanzaba o retrocedía. Pese a todo vivía con la esperanza de una evasión próxima.

En cuanto a los otros, absorbidos en su trabajo día y noche, no leían periódicos ni escuchaban radio. Y si se comentaba con ellos los resultados de la semana hacían como si se interesaran, pero en el fondo lo acogían todo con esa indiferencia distraída que se supone en los combatientes de las grandes guerras, agotados por el esfuerzo, pendientes sólo de no desfallecer en su deber cotidiano, sin esperar ni la operación decisiva ni el día del armisticio.

Grand, que continuaba haciendo los cálculos necesarios, hubiera sido seguramente incapaz de informar sobre los resultados generales. Al contrario de Tarrou, de Rambert y de Rieux, siempre duros para el cansancio, no había tenido nunca buena salud. Y sin embargo acumulaba sobre sus obligaciones de auxiliar del Ayuntamiento, la secretaría de los equipos de Rieux y, además, sus trabajos nocturnos. Así estaba siempre en continuo estado de agotamiento, sostenido por dos o tres ideas fijas tales como la de prometerse unas vacaciones completas después de la peste, durante una semana por lo menos, y trabajar entonces de modo positivo en lo que tenía entre manos, hasta llegar a "abajo el sombrero". Sufría también bruscos enternecimientos y en esas ocasiones se ponía a hablarle a Rieux de Jeanne, preguntándose dónde podría estar en aquel momento y si al leer el periódico lo recordaría. En una de estas conversaciones que sostenía con él, Rieux mismo se sorprendió un día hablando de su propia mujer en el tono más trivial, cosa que no había hecho nunca. No estaba muy seguro de la veracidad de los telegramas que ella le ponía, siempre tranquilizadores. Y se había decidido a telegrafiar al director del sanatorio. Como respuesta había recibido la notificación de un retroceso en el estado de la enferma, asegurándole, al mismo tiempo, que se emplearían todos los medios para contener el mal. Se había reservado esta noticia y sólo por el cansancio podía explicarse que se la hubiera confiado a Grand en aquel momento. Después de hablarle de Jeanne, Grand le había preguntado por su mujer y Rieux le había respondido. Grand había dicho: "Usted ya sabe que eso ahora se cura muy bien." Y Rieux había asentido, diciendo simplemente que la separación empezaba a ser demasiado larga, y que él hubiera podido ayudar a su mujer a triunfar de la enfermedad, mientras que ahora tenía que sentirse enteramente sola. Después se había callado y había respondido evasivamente a las preguntas de Grand.

Los otros estaban en el mismo estado. Tarrou resistía mejor, pero sus cuadernos demuestran que si su curiosidad no se había hecho menos profunda, había perdido, en cambio, su diversidad. Durante todo ese período llegó a no interesarse más que por Cottard. Por la noche, en casa de Rieux, donde acabó por instalarse cuando convirtieron el hotel en casa de cuarentena, apenas escuchaba a Grand o al doctor cuando comentaban los resultados del día. Llevaba en seguida la conversación hacia los pequeños detalles de la vida oranesa, que generalmente les preocupaban.

La Peste _ Albert CamusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora