Miro al cielo y suelto un suspiro.Un calambre se ha formado en mi garganta, tratando de aniquilar mi capacidad de hablar. Intentando guardar silencio, porque ese calambre sabe que no seré capaz de resistir, y gritare su nombre en un horrible y desgarrador sollozo.
Él no llegaría. Por supuesto que no lo haría.
Y quiero golpearme por imaginarme que él vendría. Quiero arrancarme el corazón y gritarle con todas mis fuerzas que él ya no estaba aquí, que él nunca vendría y que él nunca sabrá cuanto lo ame.
Le llame a Kamatrih avisándole que vendría al parque a dar una vuelta, por mi cuenta. Ella prometió estar lo más pronto posible a mi lado. Ha pasado media hora y ella aún sigue sin aparecer. Quise irme a casa hace quince mi minutos, pero prometí esperarla y lo haría. Me quedaría aquí toda una eternidad hasta que apareciera.
Y sin ninguna razón aparente, él llega a mis pensamientos de nuevo. Cautivado mi corazón, de nuevo. Haciendo mi corazón trizas, una vez más. Recordando los latidos que saltaba mi corazón al sólo observarlo.
Siento una molestia en mi ojos y dirijo mis dedos hacia él. Pronto descubro que son lágrimas. Lágrimas que se habían rehusado a salir hace dos días. Lágrimas que temían salir y perderse con la simplicidad del mundo. Las lágrimas que no quería soltar porque no quería admitir que él se había ido, que él había muerto.
Mis hombros tiemblan y mis ojos están estropeando mis pantalones de una excelente y carísima tela. Mi cara está ardiendo y mis manos se rehusan a quitarse de mi ojos. Los dedos de mis pies están haciendo el esfuerzo posible para contenerse y no matarse entre sí. Y mi boca al igual que todo mi ser no deja de temblar, temiendo soltar un alto sollozo.
–Oh, Alonso.
No soy capaz de levantar la cabeza y mirar a Kamatrih con los ojos explotando de dolor. Tampoco soy capaz de guardarme mis jadeos lastimeros. Y tampoco de quitarme de encima a Kamatrih cuando ella se acerca a abrazarme.
No lo soportaba. No quería un abrazo. No quería compasión. No quería a Kamatrih.
Lo quería a él. Sólo a él.
Ella sabiendo que nunca le correspondería ese abrazo se aparta y me dice:
–He venido para llevarte a casa. Lo siento tanto, Alonso.
Y asiento. Porque entiendo que no puedo quedarme más a torturarme a mí mismo. Tomo la mano que ella me ofrece y caminamos hasta su camioneta.
El camino es silencioso. Ella no pone sus tediosas canciones alegres y tampoco suelta palabra.
Han pasado quince minutos que he dejado de llorar y aún mi pecho sube y baja trabajando por más aire.Cuando el calambre en mi boca es disuelto y mi capacidad de hablar ha vuelto, pido en voz baja:
–¿Podrías llevarme a casa, por favor?.
Ella se voltea confundida.
–Allá vamos, Alonso. Te dije que te llevaría a casa. –reafirma volviendo su atención a la carretera.
–No quiero ir a casa. Quiero ir a nuestra casa.
Sus ojos se ablandan. Su expresión de suaviza y con voz calma responde.
–Por supuesto que si.
Con una maniobra al volante, nos dirigimos allá. Donde una vez lo tuve todo.
***
–¿Quieres que te acompañe? –me pregunta con voz cuidadosa Kamatrih.
–No hace falta. Puedes irte. –le digo sin importarme la frialdad de mi voz.
Ella se sorprende y me mira asustada.
–¿Seguro que quieres quedarte? ¿Solo?.
Evito rodar los ojos, recordando lo tolerante que ella ha sido conmigo.
–Te llamo por sí necesito algo. Estaré bien. Solo pasare la noche. –le aclaro sonando tranquilo pero haya yo noto, la inseguridad en mi voz.
–Está bien. Vendré temprano por ti, ¿de acuerdo? –pregunta y sé que no lo pregunta para ver si estoy de acuerdo sino para que lo sepa de antemano.
–Claro.
Me meto a la casa y respiro la peculiar loción que abarca toda la habitación de la sala.
Algo más que me hace recordar que él ya no estará más para perfumar las habitaciones con sus ridículas velas aromáticas.Sonrío con una daga atravesando mi corazón al notar la fotografía en un marco enorme de él y yo. Y otro chico. El mismo de la cafetería de ayer, el mismo que se había soltado a llorar desesperadamente después de que yo hubiera aparecido y saludado. Contemplo la fotografía totalmente confundido, no comprendo que hace él en una foto íntima dentro de un lindo marco, dentro de mi casa. De nuestra casa.
Recorro el pasillo hasta llegar a lo que era nuestra habitación. Tan vacía luego de que él salió de ella. Tan triste desde que él la abandono. Tan incompleta cuando él no estuvo más para ser parte de ella.
Y mi corazón se rompe una vez más. Porque no estoy hablando de la habitación.
Rompo a llorar. Y tengo medio. Miedo de algún día parar de llorar porque ya no puedo recordarlo. Miedo de volver a recordar lo que siento por él. Miedo de olvidarlo.
Vuelvo a la sala. La cual se encuentra incluso más deprimente de cuando he entrado.
Agarro un marco de fotografía que está sobre un mesón, tan simple que me dan ganas de romperlo y destrozarlo, porque no merece tener encima el privilegio de cargar con la fotografía de Peter Warner. El hombre que más ame.Aprieto contra mi pecho la fotografía. La abrazo. Como si fuera él, en lugar de un patético pedazo de papel.
Regreso mi camino a la habitación. Y me doy cuenta que mis lágrimas son más en cantidad. Me doy cuenta de que no puedo parar de llorar como si estuviera siendo asesinado. Me doy cuenta de que no quiero pasar mi tiempo de duelo, que no quiero dejar de llorar, porque eso significa seguir adelante.
Me tiro al suelo y mi llanto se vuelve más intenso. Ruedo por debajo de la cama, donde me espera el consuelo de la oscuridad y la empatía del polvo.
Pronto descubro que he dejado de llorar. Las lágrimas se han detenido. Y mi corazón ha dejado de doler. Mis ojos se han cerrado, devastados por la sequía en mi córneas. Mi corazón se ha detenido, el dolor ni siquiera se hace presente. Pronto descubro que ha sucedido.
Ha pasado ya el duelo. Y ahora significa, seguir adelante.
Sin creerlo, sin quererlo, aún. Entierro mi cara en la sucia alfombra posada debajo de la cama. Respiro y siento el polvo colarse por mis fosas nasales, y no me importa. Solo puedo seguir respirando y dejar el tiempo pasar.
Ya todo había terminado. Incluso el dolor, al que tanto me había aferrado. Incluso el miedo, el que tanto me había estado atormentando.
Cierro los ojos. Esperando a no sentir nada ya. Dispuesto a dejarme ir por definitivo.
Cuando una voz masculina y preocupada llega a mis oídos con estrépito.
–¡Alonso!
Y no soy capaz de soltar un adiós siquiera.