La tempestad arreciaba entre los decaídos edificios de aquel suburbio perdido entre tantos tan parecidos. Entre las cortinas de agua y los velos de niebla se adivinaba una triste y solitaria silueta, que caminaba pesadamente, luchando contra el arrastre al que jugaban maliciosamente la lluvia y el viento, pero dejándose ganar.Tras el triste resguardo proporcionado accidentalmente por la tormenta, se ocultaba un hombre, no demasiado mayor, pero envejecido, castigo de llevarse más de lo que podía en su desbaratada juventud. James escondía su rostro del involuntario juicio con que el mundo le aplastaba tras las solapas de una empapada gabardina y un raído sombrero que compartía oscuridad con la tormenta.
Tras unos eternos e idénticos minutos, James se encontró ante las ruinas todavía enteras de el edificio que fue su hogar hacía tan poco y tantísimo tiempo: un achaparrado e insulsamente monótono edificio: tres plantas de hormigón visto y ventanas resquebrajadas se elevarán ante él como el cadáver de un monstruo que pereció en brazos de Morfeo.
Vió los restos de pintadas en la pared, pinturas de batalla en la guerra librada por la falacia del dominio de la ciudad, codiciada de una manera tan surrealista. Una de ellas llamó su atención por mucho que James la evitase. Los trazos firmes, de pintura en lata color sangre creaban el rastro de un tiroteo inexistente, Agonizando bajo la lluvia, las informes letras desdibujaban las palabras “M. Morphine”
James sonrió. No era una sonrisa feliz, aún menos sincera: estaba carcomida por la amargura de recordar y por un inaudito sarcasmo. Sólo tuvo que levantar la mirada para saber que sus compañeros seguían ahí, viviendo una extraña juventud, conscientes de ésta hacia tiempo que les había abandonado.
Mal centrada, una puerta de madera grisácea y corroída, rematada por una grasienta cristalera daba paso a la planta baja de la decrépita construcción. La maltrecha lámina de vidrio dejaba pasar luces amarillentas y rojizas, trémulas y parpadeante. James se encontraba a un par de pasos de ella, pero no oyó a nadie, pues el aguacero llenaba sus oídos, llevándose lejos el murmullo, los ecos de vieja música punk y la triste risa de los que ahogan sus penas en alcohol.
Por fin, el hombre se decidió a vencer la barrera que aquella anodina puerta representaba. Había venido a reconciliarse con el pasado, con la gente que tan repentinamente abandonó y con las calles que lo acogieron en su desenfreno. Y no quería volver a desaparecer, esta vez de manera definitiva, en vano.
No recordaba el intensificó olor a alcohol que cada rincón de aquel antro emanaba. Los rostros de las personas allí reunidas, que podían contarse con los dedos de una mano, resultaban dolorosamente extraños y familiares, al tiempo.
Él único de todos que no se había vuelto hacia la rechinante puerta y la patética aparición de James era un hombre de constitución delegada, probablemente alto y encorvado sobre la barra. Su cabello, largo y desgreñado, ocultaba un rostro, del que sobresalía, de cuando en cuando, una nubecilla de humo.
Con un chirrido gemelo al de la puerta, el hombre giró sobre el taburete, reclinándose hacia atrás. En su mano izquierda sostenía los vicios que James había sabidos unos desde siempre, personados en un vaso ancho medio lleno o medio vacío, ¿qué más da? la filosofía daba igual en ese momento, de un licor dorado y aroma empalagoso y los tristes restos de un cigarrillo.
Mitch Morphine seguía vivo, y no había cambiado nada. Su voz ronca y resquebrajada llamó la atención de los presentes. No por nada se hizo y se hacía respetar entre todas las bandas callejeras:
Pero, ¿qué tenemos aquí? - No estaba desconcertado en absoluto, su tono era completamente sarcástico. - ¡El mismísimo Unholy James regresa de entre los muertos! - Abrió los brazos en un gesto de Vienen da que James rechazó con un ademán.
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Blasfemias para una sociedad atea.
Short StoryUna o varias historias cortas, salidas de lo más oscuro y profundo, directas del hueco donde mi corazón deberia hallarse