Blasfemia 1: Humo y Cordura.

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Un crujido estático partió en dos la monótona letanía de las noticias. La chica alargó la antena del pequeño aparato de radio, como un edificio futurista víctima y superviviente de una guerra. El insidioso crepitar proseguía, obstinado, hasta que ella oprimió el botón de apagado con violencia. Miró a su compañero con ligera amargura. Él apuraba un cigarro, exhalando con lento deleite el veneno que rehusaba quedarse atrapado en sus pulmones.

Ambos se hallaban sentados en un puente, de espaldas a la ruinosa calzada, con los pies colgando más allá de la herrumbrosa barandilla. Decenas de metros más abajo discurrían de luto los seis carriles de una antaño atestada autopista. Bajo la lechosa y mortecina luz, cientos de abandonados esqueletos de coches se consumían, devorados por el incipiente bosque y víctimas del apocalipsis.

La colilla todavía incandescente cayó silenciosa durante unos segundos que parecieron contener toda la longevidad del tiempo, durante los cuales la pareja contempló lo que quedaba de la llama desaparecer en el cementerio de la civilización.

¿Era ese el último? - preguntó ella, observando ensimismada a la brisa llevándose consigo a las cenizas que creían haber encontrado reposo en el bordillo empapado de niebla.

No. - dijo él. - Quedan dos. - ella tuvo la sensación de que, bajo aquella máscara vacía, su compañero reclamaba algún tipo de ayuda.

¿Qué vas a hacer cuando se te acaben? - intentó tantear las intenciones del chico, imaginándose buscando el fondo de una ciénaga con un palillo de dientes.

Los cogeré de cualquier tienda de la ciudad. - Esa última frase sonó como un pensamiento formulado en voz alta, como una reflexión demasiado ruidosa para consumirse en un rincón de la muerte. Esas palabras no estaban dirigidas a ella, de eso no quedaba duda.

Ella apartó la vista. Fijó su mirada más allá de la niebla, donde los restos de los rascacielos señalaban como una lápida el lugar donde se crió. Recogió sus rodillas contra su pecho y cruzó los brazos por delante de ellas.

Así, hecha un ovillo y con un ovillo de pensamientos por desentrañar, intentó meterse en la cabeza de él. Probablemente, el fantasma de algún que otro transeúnte vería el silencio de un mundo muerto precipitarse sobre ellos como el telón apolillado de un viejo teatro abandonado.

Por la mente de ella desfilaron el resto de supervivientes hacinados en su campamento, liderados, cómo no, por los adultos. Aquellos que habían saboreado el viejo mundo durante más tiempo solo buscaban desesperadamente traer de nuevo la vida que conocieron. Visitaban las ruinas, tóxicas para la salud y para el ánimo, cada poco; sus mentes famélicas les instaban a remover escombros en busca de recuerdos muertos con los que drogarse; intentaban desesperadamente conectar con otros supervivientes, de cuya existencia se sabía solamente por el único e Irónico contacto hecho: la centralita General de información, una "inteligencia" artificial cuyo único propósito era contarle a todo el mundo sobre todo el mundo, de una manera más asquerosamente monótona e inhumana de lo que se creía posible para las máquinas,. Y seguía informando, indemne, cansina e ignorante de la catástrofe.

Los náufragos, como aquel insólito dúo llamaba a los mayores, a los adictos a lo irrecuperable, se asemejaba a buitres: su única forma de sobrevivir era carroñando del cadáver del pasado.

Entonces la muchacha comprendió :

- Fallaste, ¿verdad?

- ¿Se supone que debería haber fallado en algo? - se volvió hacia ella, que seguía con la mirada fijada en el vacío.

- Intentaste convencerlos de que olvidasen el pasado. - Fijó su mirada en la de él. - Pero, como eres un crío iluso no te escucharon. Tampoco me escucharan a mí: soy otra niñata estúpida.

Blasfemias para una sociedad atea. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora