Capítulo 1 - Donna la gorda.

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Odiaba mi mundo de tal manera que deseaba que la muerte viniese pronto a por mi. No podía soportar más. Aquello era demasiado.

Gorda, fea, estúpida, enana, bicho, antisocial.

Siempre las mismas palabras y siempre el mismo efecto. Me repetía a mi misma que se cansarían, que los gritos, golpes e insultos cesarían cualquier día. Pensaba que dentro de unos años miraría hacia atrás y reiría al recordarlo. Pero en el fondo sabía que era imposible. Ese dolor no sanaría en miles de años.

Cogí la cuchilla mientras me miraba en el espejo. Rezaba que por arte de magia la chica del reflejo cambiase completamente. Que aquellas enormes piernas y aquella abultada barriga desapareciesen. Que los mofletes gordos dejasen paso a unos esbeltos pómulos. Que su lacio y siempre pelo enmarañado negro se ondulara y se convirtiera en un precioso rubio. Que sus achinados ojos negros se abrieran más y cambiasen a un precioso color verde.

Pero eso nunca ocurriría. Jamás. Y todos sabían que con ese cuerpo jamás conseguiría nada en la vida. Deslicé la afilada cuchilla por la parte interna de mi antebrazo. Unos milímetros debajo de mi muñeca. Sentí el dolor recorrer todo mi cuerpo, calmando mis ansias de acabar con todos y todo. Volví a hacer otro corte un poco más abajo y sentí como la sangre se deslizaba hasta acabar sobre el blanco suelo de baldosas.

—¡Voy a llegar tarde al trabajo! —Gritó una voz desde el piso de abajo.

No contesté pues mi voz sonaba ahogada y mi madre se habría preocupado más de lo habitual. Lavé la cuchilla bajó el grifo e hice lo mismo con mi brazo. Limpié la sangre del suelo con una toalla y la dejé sobre la cisterna del bater.

Abrí la puerta del baño y entré en mi habitación. Me pasé una enorme sudadera azul por la cabeza y me puse la mochila a la espalda pidiendo clemencia. No soportaría otro día igual. Quizás aquel todos me olvidaran y me ignorasen.

Cuando me abroché el cinturón en el asiento de acompañante en el coche de mi madre ella me miró sonriente como siempre. Ella no sabía nada, parecía mentira.

—¿Cómo has dormido?

—Bien. —Musité.

El coche arrancó y emprendimos el camino hacia mi instituto. Cerré los ojos y respiré hondo. Un día más, un día menos.

—Ayer me llamo la señora Steven. —Comentó— Me dijo que estabas muy distraida en clase y que no prestabas atención.

La señora Steven era la profesora de biología y no hacía más que llamar a casa para informar de que en clase estaba distraída. Aunque siempre llevaba los deberes hechos y aprobaba los examen con notas excelentes a ella no le bastaba. Tal vez era porque en clase estaban todas aquellas personas horribles y en casa no tenía otra cosa que hacer a parte de leer.

—Lo intento. —Dije.

—No pasa nada. A mi personalmente me parece que eres una estudiante brillante, no entiendo a esa señora. —Me sonrió.

Mi madre era guapísima. Ella también era pelinegra, pero su pelo estaba ondulado y siempre bien arreglado. Sus ojos eran de un verde alucinante y era esbelta como una estrella de cine. Ojalá me pareciese un poco más a ella.

Diez minutos después mi madre paró frente a la puerta del instituto y se despidió con un sonoro beso en la mejilla. Cuando se hubo alejado me quedé allí quieta observando el horrible centro de educación que se cernía sobre mi.

Salía en todas y cada una de mis pesadillas y no podía hacerlo parar. La gente comenzó a pasar por la acera y entró en el centro sin mirarme si quiera, cosa que agradecí. Cuando estuve segura de que faltaba poco para que el timbre sonase, entré yo también.

Siempre es el gato.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora