Capítulo 2.

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  ¿Cuanto calculas tú: dos o tres horas? — Dave abrió la puerta delcoche y acompañó a su hermano hasta el ala del hospital dondeestaba el salón de clases de Lucero. 

—Dos horas son más que suficientes. Déjame aquí — Fernando cruzóla puerta solo.Fue el olor lo que percibió primero... a desinfectante. 

Hacía tres semanas que había despertado en un hospital y lehabían dicho lo de la explosión en la mina. Algo sobre una cargadefectuosa y una chispa. Partículas de arena se habían incrustadoen sus ojos. Le habían puesto vendajes y se los habían quitado; lehicieron pruebas; unos dedos le abrieron los párpados y ledirigieron la luz de una linterna del tamaño de una pluma. Erauna luz que se veía como el sol detrás de una espesa nube.Después de dos semanas de ese tipo de tratamiento, combinadocon interminables interrogatorios de la gente del Departamentode Minas, y de media docena de inspectores de seguridad, sehabían hecho todos los informes necesarios. Mientras tanto, losmédicos habían admitido que no había nada más que ellospudieran hacer. Lo pusieron en lista de espera para trasplantesde córnea, en la Universidad de Michigan, y lo mandaron a casa.Pero en lugar de ir a su apartamento, él decidió irse a la casita dela playa. El hospital local, ese hospital, lo mantendría informadosobre cómo iba su posición en la lista de espera. 

La primera vez, que fue al hospital, después de haber sido dadode alta, le sugirieron que aprendiera las habilidades para lasupervivencia, recibiendo clases de terapia ocupacional. Pero a élle disgustaban mucho las labores tediosas, practicadas en elencierro de una habitación; sólo le recordaban que era muchomejor estar corriendo afuera... al aire libre, al amanecer. 

Su última sugerencia fue la clase de arte. Alfarería... ¡como si ésafuera una ocupación de supervivencia!Pero allí estaba, escuchando cómo se iba llenando el salón;oyendo charlar a la gente, percibiendo otros sonidos, como lassillas de ruedas que pasaban. 

Después de unos minutos, era evidente que todos estabanesperando a Lucero Hogaza. A juzgar por la rapidez con que captósus pisadas cuando ella franqueó el umbral, él también laesperaba. Suyos eran los pasos firmes, siempre hacia adelante,que había escuchado en la playa. Hoy llevaba zapatos de tacón,supuso. Cuando escuchó algunos pasos más, comprendió quetenía razón. Lucero no se mostró sorprendida de ver a Fernando en su clase. Lehabían advertido de su llegada. La sorpresa fue verlo sonreír. Talvez la había oído entrar. Quizá era algún pensamiento privado.Era imposible saberlo, debido a las gafas oscuras.

Trató de sentirun poco de compasión por su situación; pero sintió que eraabsurdo tener piedad a un hombre tan viril y tan misterioso, queresultaba francamente inquietante. 

Lucero sonrió. 

¿Peligroso? Sólo para su sentido común. El contoda probabilidad se había tenido que tragar una buena dosis deorgullo para estar allí. 

—Miembros de mi grupo, quiero presentarles a nuestro nuevocompañero, Fernando Colunga. 

El se puso rígido, notó ella, y la sonrisa se congeló antes dedesaparecer por completo. 

—Fernando, como tú no puedes ver, te diré quiénes se encuentranaquí. Emily está a tu izquierda. Está en una silla de ruedasporque sufre esclerosis múltiple. Bob tiene parálisis cerebral.Grant está paralizado del pecho hacia abajo, debido a unaccidente de buceo. 

—Hola — dijo el joven. 

Fernando apenas si asintió con la cabeza. 

—Y Susie está a tu derecha. Ella sufre de artritis. 

—Hola, Fernando. 

La voz de ella era muy joven. Asintiendo de nuevo con la cabeza, Fernando se preguntó con dolor cuánto. 

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