Sé bienvenido a este mundo de caos, volátil y glorioso: he aquí los tambores en la marcha, las fuerzas de la oscuridad reunidas, el desafío a lo imposible y las procesiones de los espectros. Canciones de fuego, muerte brillante, tierras de batalla y sueños del trueno.
Por entonces, antes de que todo empezara, sólo había un único asistente que se convertiría en testigo: un cadáver que ocupaba aún una jaula de hierro al raso colgando de una viga al frente de los añejos muros.
De primeras nadie hubiera dicho que allí se convocaría un ejército pues las colinas que rodeaban el llano, salpicadas de brotes verdosos en la negra tierra, hallábanse tan solitarias como cabría esperar. Se trataba de un lugar que algunas veces se evitaba, y otras, como en aquellos momentos, servía a un propósito. El silencio gobernaba desde los montes sumergidos en la neblina hasta la carretera principal que pasaba por la diestra de la fortaleza, y tan sólo la lluvia replicaba al trueno. Hubo un instante en que el tiempo pareció detenerse poco a poco y volver a avanzar, pues en el turbio atardecer bajo las lágrimas del cielo todo pareciera, cuanto menos, un retrato vivo de un mundo muerto. Ningún mortal estaba realmente preparado para lo que iba a pasar. Los ojos del cadáver contemplaron, vacíos de vida y llenos de palidez, lo mismo que reflejaban: una estampa retorcida de lo que alguna vez fuese, de lo que eran todos, y que como con eterna risa, parodiaba aquello que viniera destruir. Aquello para lo que había resurgido. Costillas, húmero, vértebras, cráneo; ya no era humano pues no tenía músculo ni sangre o piel y caminaba sin ellos. El esqueleto, en pie, se recortó contra el horizonte oscurecido dando un poco el perfil diestro de su cuerpo, todo huesos, mientras una de sus manos se articulaba agarrando una hacha corta de dos hojas. En alguna parte sonó un grave cuerno que llamaba a marchar, y ante las paredes y las torres que flanqueaban la entrada, se congregó una armada de otros como él que formaron desorganizadamente aunque de lejos a cualquiera le parecería un ejército uniforme. Los había con corazas, sin corazas, yelmos de altos cuernos frontales, con arcos, alfanjes y escudos. Permanecieron quietos, muy quietos bajo la lluvia, ante la atenta mirada de su maestro: el Sobreseñor.Allí habían llegado Gavl, Lugjh y Breg, fieles al Sobreseñor, vivientes entre los muertos vivientes, representantes del estandarte del que poseía el Casco Negro. Fueron héroes anteriormente, mas los poderes oscuros sedujeron sus almas y así se hallaban inclinados ante su temible amo. En unos segundos, éste se presentó a ellos descabalgando de un Mnnekh, un reptil de brazos duros terminados en dos dedos atenazadores y cuyo alargado hocico se veía salpicado de afilados dientes. El Sobreseñor guardó silencio y se dio el gusto de contemplar la obra que sus subordinados iban a acometer. Luego, Breg, que se había situado en el medio del trío que le servía, habló con un tono monótono que se le atribuía por costumbre.
—Las tropas ya están en posición, mi señor—.
—Excelente. Likcanoo—asentía el dueño de la bestia que, en otros tiempos, había vivido en las selvas antes de que el continente diera lugar a las islas de las que provenía su especie, —Debes hacer ya tu travesía—.
Tras él surgió un hombre de rostro inhumanamente demacrado, vestido con una harapienta túnica oscura y cuyas mandíbulas casi podían adivinarse a través de la piel, que parecía tan carente de color como de opacidad. Una miserable capucha ajada le cubría la cabeza. Con tono reverencial, asintió a la orden que había recibido poco antes de inclinar la frente.
—Así se hará, oh amo—.
—No te demores más—.
El hechicero se alejó dispuesto a cumplir su meta y esa fue la última vez que le vieron.
—Vosotros tres, ¡decidme! ¿Se han preparado nuestros enemigos?—les interrogó el Sobreseñor.
Fue Gavl, el de las grandes hachas, cuyos ojos inundados de luz violácea se abrieron para fijarse en la penumbra del yelmo de su gran jefe.
—Están cerca, mi señor. Sus tropas pisan el suelo y muy pronto oiremos las trompas de bronce anunciar su llegada. Puedo sentirlo, la reliquia está con ellos—.
—Sí...—el guerrero que los mandaba alargó la afirmación como si debiese durar más de lo normal, —Yo también lo he sentido—.
—Temprano o tarde, capitularán todos ante nosotros, mi señor—afirmaba Breg, apoyado por Lugjh de la melena verde, quien dijo con su voz rasposa: —Este será el nuevo comienzo para nuestra estirpe oscura. El Casco Negro instaurará la no-muerte en el corazón de los reinos y los siglos por venir venerarán al Sobreseñor. Dadnos la orden, ¡y pelearemos por vos!—.
—Paciencia, vasallos míos. El momento se acerca pues el tiempo pasa, pasa solo como nosotros hemos pasado y seguiremos pasando eternamente. El tiempo es todo sobre nosotros, es nada bajo nosotros. Hay existencia al no existir, y es en sí esto parte de la existencia: vida y muerte son un tránsito para los que hemos dado el paso, y ésta, la Muerte, es madre nuestra. Grande es la sabia Sierpe. Oíd cómo se acercan, sus tubos de dorado metal llamando nuestra atención para, al fin, entregarles a la perdición. Festejaremos la carne de los vivos y seremos bendecidos con una nueva fuerza, la inmortalidad que nosotros y sólo nosotros alcanzaremos. Es el Reino de la Muerte. Es aquí donde todo ha terminado y todo empieza—.
—¡Amén!—.
Todos se pusieron los cascos, similares a los de su líder a excepción de que sus caras sí eran visibles. Lugjh se alzó en una réplica de ardor guerrero y su expresión desfigurada y sin nariz ni labios pareció contraerse más como en una sonrisa. Breg tenía, no como él, ojos negros como pozos profundos, y en el centro de ellos una chispa pequeña y roja danzaba con fiera devoción. Gavl se apoyó en sus grandes hachas ante la dentada espada de dos manos que el Sobreseñor le mostraba desnuda, sus compañeros a su lado se irguieron disponiendo el escudo y la hoz, y el restante en el centro, una poderosa hacha de dos filos. Engastados en los cascos, unos fragmentos brutos de algún tipo de piedra preciosa refulgieron como el fuego ante la presencia de Guardia Oscura, el sable de guerra del Sobreseñor, y acudieron a dirigir la mesnada no-muerta para cumplir aquel delirante y pútrido sueño: El Reino de la Muerte caería sobre el Reino del Hombre.
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Almas de Acero ~ Relatos ~ : La Primera Nigromancia
Fantasy~ En algún lugar de las estrellas donde el equilibrio siempre está a punto de quebrarse, un misterioso conquistador amenaza con sumir al mundo en un nuevo tipo de orden inverso, llamado No-Muerte. Con sus esfuerzos puestos en una invasión, éste líde...