Epílogo

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Epílogo

"En todos los asuntos, es algo saludable de vez en cuando poner un signo de interrogación en las cosas que has dado por sentado durante mucho tiempo"

Bentrand Russell

El final es solo el inicio

Un día de invierno, Nueva York

Sus ojos de gato era lo único que alguien podría haber distinguido al entrar en la habitación, pero el loft estaba sumido en una calma inusual. Sería que todos sabían que día era ese y bajo un respetuoso silencio le habían ido dejando uno a uno a lo largo del día hasta quedar completamente solo para que cumpliera con su sinuoso ritual.

A la misma hora de siempre, justo cuando el ocaso teñía de naranja las paredes y los muebles, salió de su despacho dejando todo trabajo a medio acabar y caminó hasta la habitación; sentándose a los pies de la cama con una caja sobre las piernas esperó a que la oscuridad le abrazara.

No era la misma que hacía años mantenía guardada al fondo del armario y que de hecho seguía ahí con la tabaquera de mal gusto, el trozo de cinta y uno de soga, la caja de cerillas junto a más "tesoros" que había querido conservar por uno u otro motivo en el interior, y que ahora se mantenía un tanto olvidada entre trajes de varios siglos pasados, pero que les tenía el suficiente cariño para no deshacerse de ellos. Era esta una un tanto más reciente y guardaba tesoros que eran todavía más valiosos para él.

Era abrir esa caja una de las partes más complicadas y no porque la cerradura pusiera resistencia -de todos modos, podía arreglarlo con un chasquido de sus dedos si esta parecía un poco oxidada- sino porque todos los recuerdos que estaban intactos en su cabeza tomaban un sentimiento mucho más fuerte, difícil de sobrellevar, pero que sentía necesario para seguir adelante.

Sacar la tapa se podía comparar a abrir una vieja herida, una que en realidad se había empeñado en mantenerla por muy masoquista sonara. Era esa su única forma de volver la tristeza alegría y los recuerdos renovados que no solo le servían a él. Quizás era solo miedo a olvidar, porque nadie muere realmente si queda alguien que lo recuerde y él le recordaba a diario. Se esforzaba en hacerlo.

El ruido que pudo haber provocado la tapa al ser dejada a un lado fue absorbido por la alfombra que también cuidaba que no se dañara y al hacerlo un suave y conocido aroma llegó a su lado como una silenciosa compañía.

Frente a sus ojos aparecían fragmentos de la vida del que fue su esposo y su único gran amor que le alegraban y abrumaban en igual medida.

Magnus había amado muchas veces a lo largo de su larga vida, o eso había creído porque cuando llegó el nephilim a su vida -con sus ojos del mediterráneo y cabellos del color de las noches en París, con su sinceridad devastadora y esa maravillosa sonrisa que le iluminaba el rostro y hacía al brujo perder el aliento- todo el concepto que tenía sobre el amor fue reformado desde sus cimientos. Podría haber creído desde siempre en esa palabra tan simple. Haber buscado la fuente de ese sentimiento sin cansancio y por ello también haber estado en uniones y rupturas tantas veces que casi se había logrado convencer de que el amor era un privilegio que no estaba reservado para los seres inmortales como él...

Pero entonces, sin una advertencia, el joven nephilim había entrado en su vida.

Podría haber quedado en solo un encuentro casual. Un chico de hermosos ojos azules que había llamado su atención y al que se había atrevido a guiñarle frente a sus amigos solo por un poco de diversión, pero luego él había llegado a su loft pidiéndole una cita -su primera cita, se enteraría más tarde- como si hubiera ido buscando un modo de compensarle el que le hubiese salvado la vida. Y él había aceptado. Había aceptado porque quería hacerlo.

Amarte hasta la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora