El Bananero

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Desde arriba se podía respirar profundamente y sentir palpitar en tu interior un aroma caluroso como si de un segundo corazón se tratara.

Desde aquel edén de piedra Joaõ Fernandes miraba con lágrimas en los ojos hacia el lejano horizonte, y allá en la línea distinguió a un barco imperfecto que navegaba. En ese momento Fernandes se sintó como aquel barco, él era una larga nave sin rumbo que sólo veía futuro en lanzarse al vacío, en ahogar su horrible existencia de platanero en la jungla de asfalto que a sus pies continuaba viviendo ausente de lo que ocurría siete pisos por encima de ellos.

La isla era bella como un oasis, un oasis que se erguía solitario en medio de un vasto desierto que era el mar. Miles de palmeras ocultaban en la orilla a la ciudad que gris pero colorida al tiempo era el único punto habitado de la formación. Y allí en medio de aquella población , una torre de dimensiones gigantescas era el más alto mirador de los faros, y encima de aquel tallo pétreo el campesino Joaõ Fernandes miraba arriba y abajo, debatiéndose entre morir tras una caída libre, sumergiéndose en el calor caribeño; que quizás detendría su bajada y le haría caer sobre un colchón de humedad y olores a plátanos, canela y sudor de esclavos de hacía 200 años. O continuar viviendo, o más bien malviviendo su imperfecta existencia; con un cuchillo afilado durante horas en las mejores rocas de la selva, debía el hombre cortar ramas de las plataneras y luego cargar en un cesto de mimbre todas las bananas, no importaba su color, si eran verdes se utilizarían para ser fritas o para tartas, y si los frutos eran amarillos se les comía crudos o remojados en algo de ron y luego pasados por un plato con canela y limón.

La plantación de plátanos en la que trabajaba Fernandes ocupaba toda la parte noroeste de la isla, a excepción de la ciudad, que ocupaba un lugar estratégico, no como residencia de los esclavistas, sino como la de los esclavos. El "capataz" de aquella sociedad endiabladamente adelantada vivía en la selva, en una casa amarilla con manchas verdes de humedad que habían sido producidas por las eternas lluvias de primavera que convertían el norte entero de la isla en un pantano  en el que los isleños convivían con las criaturas que venían del mar y con las que ya existían en la isla durante todo el año. Nadie, ninguno de los empleados del magnate Bananero conocía en persona a éste extraño hombre o mujer, sólamente sabía que de vez en cuando todo el pueblo recibía una carta en medio de la noche. Una carta que era entregada en mano por un hombre negro con facciones simiescas que era la otra persona que vivía en la casa de la selva, y que había jurado y perjurado que tampoco había visto o hablado nunca con el extraño cacique insular. La carta traía con ella el dinero, el salario que cobraban todos los habitantes de la isla

Joaõ lo había decidido, no estaba dispuesto a seguir viviendo en aquel lugar, en aquel mundo. Dió un paso al frente y justo cuando se iba a caer una mano agarró su camisa amarillenta, descolorida por la luz solar.

Joaõ se salvó de la muerte aquel día, y entonces lo supo, era el plantador quien lo había salvado. Sólo le quedaba una pregunta, lo había hecho para mantenter el número de obreros necesarios, o había sido un acto de bondad humana.

Al día siguiente desaparecieron de la isla todos los plátanos, los árboles habían sido cortados de raíz. Y en la selva ya no había capataz, ya no había negro y ya no había casa. Entonces Joaõ lo vió claro, aquel hombre no era un avaro, no le había ayudado a salvarse por dinero, era un buen hombre y había actuado como un humano salvándole. Quizás nunca había sido avaro, quizás era el único honrado, quizás fuera el mismísimo Dios.

 

 

 

 

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⏰ Última actualización: Feb 18, 2014 ⏰

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