¡Tierra a la vista! —gritó el hombre de proa. Al oír esto Lucía, que estaba en la popa conversando con Rins, bajó volando la escalera y se fue a toda carrera hacia la parte delantera. En el camino se le juntó Edmundo y al llegar al castillo de proa encontraron a Caspian, Drinian y Rípichip, que ya habían llegado. Era una mañana más bien fresca, el cielo tenía un color pálido y el mar estaba de un azul muy oscuro con unos como sombreritos blancos de espuma. Un poco más lejos a estribor se divisaba Félima, la más próxima de las Islas Desiertas, semejante a un pequeño cerro verde en medio del mar. Tras ella se alcanzaban a ver más allá las grises laderas de su hermana Doorn. —La misma Félima de siempre y la misma Doorn —exclamó Lucía aplaudiendo—. ¡Oh, Edmundo! ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que vimos estas islas por última vez! —Nunca he comprendido por qué pertenecen a Narnia —dijo Caspian—. ¿Las conquistó Pedro, el gran Rey? —¡Oh, no! —contestó Edmundo—, pertenecían a Narnia antes de nuestro tiempo, en tiempos de la Bruja Blanca. (A todo esto, jamás he sabido cómo fue que estas remotas islas pasaron a formar parte de la corona de Narnia, pero si algún día lo sé y la historia es interesante, lo contaré en otro libro). —¿Haremos escala aquí, su Majestad? —preguntó Drinian. —No creo que sea conveniente desembarcar en Félima —dijo Edmundo—. Me acuerdo de que en nuestro tiempo estaba casi deshabitada y pareciera que sigue igual. La mayoría de la gente vivía en Doorn y algunos en Avra, la tercera isla que aún no se ve. En Félima sólo criaban ovejas. —En ese caso supongo que doblaremos aquel cabo —dijo Drinian—, y desembarcaremos en Doorn: quiere decir que habrá que remar. —Qué pena no poder desembarcar en Félima —dijo Lucía—. Me habría gustado pasear otra vez por ahí. Era tan solitaria, pero con una soledad tan encantadora, con su pasto, los tréboles y la suave brisa del mar. —A mí también me gustaría estirar las piernas —comentó Caspian—. Les propongo algo: vayamos hasta la orilla en el bote, lo mandamos de vuelta y atravesamos la isla a pie. El Explorador del Amanecer nos recogerá en la otra orilla. Si en ese momento Caspian hubiese tenido la experiencia que adquirió más adelante en el viaje, no habría hecho tal sugerencia, pero en ese instante la idea parecía estupenda. —¡Oh, sí! ¡Vamos! —dijo Lucía. —Tú también vendrás, ¿no es así? —preguntó Caspian a Eustaquio, que había subido a cubierta con su mano vendada. —Haría cualquier cosa con tal de salir de este maldito bote —dijo Eustaquio. —¿Maldito? —preguntó Drinian—. ¿Qué quiere decir?
—En países civilizados como el mío —respondió Eustaquio—, los barcos son tan grandes, que cuando uno está embarcado ni siquiera se da cuenta de que está en el mar. —En ese caso lo mejor será que te quedes en tierra —dijo Caspian—. Drinian, diles que bajen el bote, por favor. El Rey, el Ratón, los dos niños Pevensie y Eustaquio subieron al bote y los marineros remaron hasta la playa de Félima. Una vez que llegaron allí y el bote regresó al barco, miraron a su alrededor. Se sorprendieron de lo pequeño que se veía el Explorador del Amanecer desde ese lugar. Lucía andaba descalza, por supuesto, pues se había sacado los zapatos de un puntapié mientras nadaba, pero esto no es ningún problema cuando uno va a caminar sobre un pasto muy suave. Estar de nuevo en tierra y sentir el olor del polvo y la hierba, era verdaderamente delicioso, a pesar de que en un principio el suelo pareciera balancearse igual que el barco, como sucede comúnmente al desembarcar después de haber estado un tiempo en el mar. Aquí estaba mucho más caluroso que a bordo y Lucía sentía una agradable sensación en sus pies al caminar sobre la arena. Una alondra cantaba. Se internaron en la isla y subieron un cerro que, aunque pequeño, era bastante empinado. Al llegar a la cumbre se dieron vuelta y pudieron ver al Explorador del Amanecer que resplandecía como un llamativo insecto de gran tamaño y avanzaba lentamente con sus remos en dirección noroeste. Luego pasaron al otro lado de la loma y lo perdieron de vista. Doorn se extendía frente a ellos, separada de Félima por un canal de unos dos kilómetros de ancho, y tras ella, hacia la izquierda, se encontraba Avra. Fácilmente se podía ver Cielo Angosto, un pueblito blanco y pequeño situado en Doorn. —¡Miren! ¿Qué es eso? —exclamó de pronto Edmundo. Abajo, en el verde valle hacia el cual se dirigían, había seis o siete hombres armados y de aspecto rudo, sentados bajo un árbol. —No les digan quiénes somos —advirtió Caspian. —¿Por qué no, su Majestad, por favor? —preguntó Rípichip, que había accedido a viajar en el hombro de Lucía. —Se me acaba de ocurrir —dijo Caspian— que posiblemente nadie de por aquí ha oído hablar de Narnia en mucho tiempo, por lo que posiblemente aún no reconozcan nuestra autoridad. De ser así, creo que no habría mucha seguridad de que supieran que soy el Rey. —Tenemos nuestras espadas, su Majestad —dijo Rípichip. —Sí, Rip, lo sé —dijo Caspian—, pero si se tratara de reconquistar las tres islas, preferiría volver con un ejército más grande. En ese momento estaban bastante cerca de los desconocidos, uno de los cuales (tipo corpulento y de pelo oscuro), gritó: —Buenos días tengan ustedes. —Buen día tenga usted —dijo Caspian—. ¿Aún existe un gobernador en las Islas Desiertas? —Ciertamente que sí —dijo el hombre—. Es el gobernador Gumpas. Su Suficiencia está en Cielo Angosto, pero ustedes se quedarán a beber con nosotros. Caspian agradeció la invitación, a pesar de que ni a él ni a los otros les agradó mucho el aspecto de sus nuevas amistades, y todos se sentaron. Pero apenas habían alzado las copas hasta sus labios, cuando vieron que el hombre de pelo oscuro hacía una señal con la cabeza a sus compañeros y, con la velocidad de un rayo, se encontraron envueltos por fuertes brazos. Hubo un momento de lucha, pero la ventaja estaba de un solo lado. Pronto les quitaron las armas y les amarraron las manos a la espalda (menos a Rípichip, que se retorcía en las manos de su captor, y lo mordía furiosamente). —Cuidado con esa bestia, Tachuelas —dijo el jefe—. No le hagas daño. Estoy seguro de que alcanzará el mejor precio del lote. Rípichip gritaba cada vez más fuerte y exigía que lo soltaran. —¡Vaya! —exclamó el vendedor de esclavos (ya que eso era)—. ¡Sabe hablar! Jamás lo habría creído. Que me parta un rayo si me gano menos de doscientos crecientes por él. (El creciente calormano, que es la moneda principal en aquellos lugares, es más o menos equivalente a un tercio de libra inglesa). —Entonces eso eres —dijo Caspian—. Un secuestrador y un comerciante de esclavos. Espero que estés orgulloso de serlo. —Bien, bien, bien, bien —dijo el traficante de esclavos—, no comencemos con insolencias. Mientras menos molestes, mejor van a ir las cosas. ¿Entiendes? Yo no hago esto por diversión, sino para ganarme la vida como todo el mundo. —¿A dónde nos llevarás? —preguntó Lucía, sacando la voz a duras penas. —A Cielo Angosto —dijo el comerciante de esclavos—, para el mercado de mañana. —¿Existe allí un cónsul británico? —preguntó Eustaquio. —Que si hay un ¿qué? —preguntó el hombre. Pero mucho tiempo antes de que Eustaquio se hubiera cansado tratando de explicar, el traficante de esclavos dijo simplemente: —Bueno, ya he tenido suficiente de este parloteo. El Ratón es un regalo para la feria, en cambio éste va a hablar hasta por los codos. Vamos, compañeros. Luego ataron a los cuatro prisioneros humanos con una misma cuerda, no en forma cruel pero sí segura, y los hicieron marchar hasta la playa. A Rípichip lo llevaron en brazos. Había dejado de morder ante la amenaza de que le amarrarían el hocico, pero tenía muchas cosas que decir. Lucía se asombraba de que un hombre pudiera aguantar que le dijeran todas las cosas que el Ratón decía al comerciante de esclavos. Pero éste, lejos de hacer objeciones, pedía al Ratón que siguiera adelante y cuando Rípichip se detenía para tomar aliento, a veces agregaba algo como “es como si fuera un juego”, o “¡caramba, no se puede menos que pensar que sabe lo que está diciendo!”, o también “¿fue alguno de ustedes el que lo entrenó?” . Todo esto enfureció a tal punto a Rípichip, que al final casi se ahogó con el montón de cosas que quiso decir al mismo tiempo, y se quedó callado. Cuando llegaron abajo a la playa que miraba hacia Doorn, divisaron un pueblito y una gran lancha en la orilla; poco más allá había un barco sucio y destartalado. —Bueno, jovencitos —dijo el traficante—, no hagan líos y no tendrán que lamentarse. Todos a bordo. En ese momento, de una de las casas (una posada, me parece) salió un hombre de barba y aspecto imponente, que dijo: —Bien, Pug, ¿traes más de tu mercadería de costumbre? El traficante, cuyo nombre parecía ser Pug, se inclinó profundamente y dijo con voz lisonjera: —Sí, para satisfacer a su Señoría. —¿Cuánto pides por ese muchacho? —preguntó el otro señalando a Caspian. —¡Ah! Yo sabía que su Señoría elegiría lo mejor. Su Señoría no se deja engañar con algo de segunda clase. Ahora bien, me he encaprichado un poco con ese muchacho, y le tengo cariño. Soy de corazón tan tierno que jamás me debería haber dedicado a un trabajo como éste. Sin embargo, a un cliente como su Señoría... —Dime el precio, pedazo de carroña —dijo el Lord en tono severo—. ¿Crees que quiero oír toda la sarta de disparates de tu sucio comercio? —Trescientos crecientes para usted, su honorable Señoría, aunque para cualquier otro... —Te daré ciento cincuenta. —¡Por favor, se lo suplico! —interrumpió Lucía—. Haga lo que quiera..., pero no nos separe. Usted no sabe... Pero en ese momento se calló, pues comprendió que Caspian no quería que ni siquiera ahora se supiera su identidad. —Son ciento cincuenta, entonces —dijo el Lord—. En cuanto a ti, niñita, lo siento mucho, pero no puedo comprarlos a todos. Desata a mi muchacho, Pug. Y mira, ten mucho cuidado de tratar bien a los otros mientras estén en tu poder; de lo contrario, te irá muy mal. —Bueno —dijo Pug—. ¿Dónde se habrá visto un caballero en este tipo de trabajo que trate mejor a su mercadería de lo que lo hago yo? Bien, pues yo los trato como si fueran mis propios hijos. —Es bien probable que sea cierto —dijo el otro, fríamente. Había llegado el momento que todos temían. Caspian fue desatado y su nuevo dueño dijo: —Por aquí, muchacho. Lucía se puso a llorar y Edmundo parecía sumamente confundido. Pero Caspian los miró por encima del hombro y dijo: —Tengan valor. Estoy seguro de que al final todo resultará bien. Hasta pronto. —Ya pues, señorita —dijo Pug—, no empieces a llorar, porque vas a echar a perder tu belleza para el mercado de mañana. Sé buena niña y no tendrás por qué llorar, ¿ves? Luego fueron llevados en un bote hasta el barco de esclavos, y, una vez allí, los condujeron abajo, a un lugar amplio, oscuro y no demasiado limpio, donde encontraron a muchos otros desafortunados prisioneros. Pug era, sin lugar a dudas, un pirata y regresaba de un crucero por las islas, donde capturó a todos los que pudo. La mayoría de los prisioneros eran galmianos y terebintianos, por lo que los niños no encontraron a nadie conocido. Se sentaron en un montón de paja preguntándose lo que había ocurrido con Caspian, y tratando de hacer callar a Eustaquio, que reclamaba como si todos tuviesen la culpa, menos él. Mientras tanto, Caspian vivía momentos bastante más interesantes. El hombre que lo había comprado lo condujo por un pequeño sendero entre dos casas, hasta que llegaron a un lugar abierto detrás del pueblo. Allí se volvió y lo miró. —No debes tenerme miedo, muchacho —le dijo—, te voy a tratar bien. Te compré por tu cara, porque me recuerdas a alguien. —¿Puedo preguntarte a quién, mi Lord? —dijo Caspian. —Me recuerdas a mi Señor Caspian, rey de Narnia —contestó el hombre. Entonces Caspian decidió jugarse el todo por el todo. —Mi Lord —le dijo—. Yo soy tu Señor. Yo soy Caspian, Rey de Narnia. —Lo dices con mucha seguridad —dijo el otro—. ¿Cómo podré saber que eso es verdad? —Primero, por mi cara —repuso Caspian—. Segundo, porque sé, sin hacer adivinanzas, quién eres tú. Eres uno de los siete lores de Narnia a quienes mi tío Miraz envió a navegar, y a quienes yo he venido a buscar. Sus nombres son Argoz, Bern, Octesiano, Revilian, Restimar, Mavramorn y... y... Me he olvidado del otro nombre. Finalmente, si su Señoría me presta una espada, le probaré en el cuerpo de cualquier persona, en una limpia batalla, que yo soy Caspian, hijo de Caspian, legítimo Rey de Narnia, Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Desiertas. —¡Santo Cielo! —exclamó el hombre—. Es la misma voz de su padre, y su misma forma de hablar. Mi Señor, su Majestad. Y allí, en el campo, se arrodilló y besó la mano del rey. —Las monedas que su Señoría pagó por nuestra persona, le serán devueltas de nuestro propio tesoro —dijo Caspian. —Esas monedas no están aún en la bolsa de Pug, Señor —dijo Lord Bern, ya que de él se trataba—, y confio en que jamás lo estarán. He solicitado a su Suficiencia, el gobernador, un centenar de veces que termine con ese vil comercio de seres humanos. —Mi estimado Lord Bern, es necesario que hablemos sobre el estado de las islas. Pero antes quisiera conocer tu propia historia. —Es muy corta, mi Señor —dijo Bern—. Llegué hasta este lugar tan lejano con mis seis compañeros; me enamoré de una muchacha de las islas y pensé que ya había tenido suficiente de mar. No tenía ninguna intención de regresar a Narnia mientras el tío de su Majestad llevara las riendas, así es que me casé y he vivido aquí desde entonces. —Y ¿qué tal es ese gobernador Gumpas? ¿Reconoce aún al Rey de Narnia como su Señor? —De palabra, sí. Todo se hace en el nombre del Rey, pero creo que no le gustará nada encontrarse con un Rey de Narnia vivo y real, que le salga al paso. Y si su Majestad se presenta ante él solo y desarmado... Bueno, seguramente él no le negaría su lealtad, pero fingiría no creerle. Y la vida de su Gracia correría peligro. ¿Qué séquito tiene su Majestad en estas aguas? Mi barco está dando la vuelta al cabo —dijo Caspian—, y a bordo tenemos alrededor de treinta espadas por si fuera necesario pelear. ¿No deberíamos hacer entrar el barco a puerto y dejarnos caer sobre Pug, para liberar a mis amigos que tiene prisioneros? —Yo no se lo aconsejaría —dijo Bern—, ya que si hay lucha, dos o tres barcos zarparían de Cielo Angosto para rescatar a Pug. Lo que su Majestad debe hacer es demostrar más poder del que en realidad tiene, y lograr que el nombre del rey cause terror. No será necesario llegar a franca batalla, ya que Gumpas es un cobarde y se le puede intimidar fácilmente. Caspian y Bern continuaron con su conversación un rato más, y luego bajaron a la playa, un poco al norte del pueblo. Allí Caspian hizo sonar su cuerno (no se trataba del gran cuerno mágico de Narnia, el cuerno de la reina Susana; lo dejó en casa para que Trumpkin, su regente, lo utilizara si lo necesitaba ante un ataque al reino, durante la ausencia del Rey). Drinian, que estaba vigilando en espera de alguna señal, reconoció de inmediato el sonido del cuerno real y el Explorador del Amanecer comenzó a tomar rumbos a la playa. Luego el barco dejó la costa otra vez y, pocos minutos después, Caspian y Lord Bern estaban en cubierta y explicaban la situación a Drinian. Este, al igual que Caspian, quería poner la quilla del Explorador del Amanecer contra el barco de esclavos y abordarlo. Bern se opuso nuevamente: —Navega derecho por este canal, Capitán, y luego da vuelta hacia Avra, donde están mis dominios. Pero antes, iza la bandera real, saca a relucir los escudos y envía tantos hombres como puedas a la cofa de combate, y, a unos cinco tiros de ballesta de aquí, cuando a proa tengas mar abierto a babor, haz rápido unas cuantas señales. —¿Señales? ¿A quién? —preguntó Drinian. —¡Vaya! A todos los barcos que no tenemos, pero que sería bueno que el señor Gumpas creyese que tenemos. —¡Ah!, ya veo —dijo Drinian, frotándose las manos—, y ellos descifrarán nuestras señales. ¿Qué es lo que debo decir? ¿Una flota completa rodea el sur de Avra y se congregará en...? —En la finca de Bern —dijo Lord Bern—. Eso nos viene muy bien. Si es que hubiesen más barcos no podrían ser avistados desde Cielo Angosto durante toda su travesía. Caspian se compadecía de sus amigos que languidecían en la bodega del barco de esclavos de Pug; pero no pudo dejar de encontrar muy agradable el resto de aquel día. Ya tarde (pues tuvieron que hacer todo el trayecto a remo), habiendo virado a estribor para bordear el extremo noreste de Doorn, y girando nuevamente a babor, alrededor de la puntilla de Avra, entraron por fin a un buen puerto en la costa sur de Avra, donde las acogedoras tierras de Bern bajaban hasta la orilla del mar. La gente de Bern, a muchos de los cuales se podía ver trabajando en los campos, eran personas libres y aquel era un feudo feliz y próspero. Allí desembarcaron y, en una casa baja, sostenida por pilares y con vista a la bahía, fueron magníficamente agasajados. Bern, junto a su amable esposa y sus alegres hijas, los hizo comer como reyes. Pero cuando ya estuvo oscuro, Bern envió un mensajero que cruzó en bote a Doorn con el fin de hacer algunos arreglos para el día siguiente (no dijo de qué se trataba exactamente).
ESTÁS LEYENDO
LAS CRÓNICAS DE NARNIA III: LA TRAVECIA DEL VIAJERO DEL ALBA
AbenteuerLAS CRONICAS DE NARNIA LIBRO III "LA TRAVESIA DEL "EXPLORADOR DEL AMANECER"