II A BORDO DEL EXPLORADOR DEL AMANECER

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—¡Ah!  Ha  llegado  Lucía  —dijo Caspian—. Te  esperábamos.  Este  es mi  capitán,  Lord Drinian. Un hombre  de  pelo negro  dobló una rodilla ante  Lucía  y  besó su mano. Sólo se encontraban presentes Edmundo  y  Rípichip. —¿Dónde  está Eustaquio?  —preguntó  Lucía. —En su cama  —respondió Edmundo—,  y  creo que  no podemos hacer nada  por él. Lo único que  se logra  al tratar  de  ser  amable  con  él, es que  se ponga  peor. —Mientras tanto, tenemos que  conversar  —dijo  Caspian. —Por  supuesto  —convino Edmundo—,  y, en primer  lugar, sobre  el paso del tiempo. Según nuestro tiempo, hace  un año que  nos fuimos  de  aquí, justo antes de tu coronación. ¿Cuánto ha transcurrido en Narnia? —Exactamente tres años  —contestó Caspian. —Y ¿todo anda  bien?  —preguntó Edmundo. —No supondrás que  yo  abandonaría  mi  reino  y  me  haría  a  la mar si las cosas no anduvieran bien  —dijo el  rey—.  La  verdad  es que  no podrían andar mejor.  Los problemas entre  los Telmarinos, Enanos, Animales  que  Hablan,  Faunos  y  demás, terminaron  y  el verano pasado les dimos tal paliza  a  esos  gigantes camorreros de  la frontera, que  ahora  nos rinden homenaje. Además,  tengo un  excelente  regente para cuando estoy  fuera: Trumpkin, el Enano. ¿Se  acuerdan de  él? —Mi querido Trumpkin  —suspiró  Lucía—. ¡Por  supuesto que  sí! No podrías haber elegido mejor. —Es leal como tejón, Señora,  y  tan valiente  como... como... un ratón  —dijo Drinian. ba  a  decir  como un león,  pero se  dio cuenta de  que  los ojos de Rípichip estaban fijos en él. —¿Cuál es  nuestro rumbo ahora?  —preguntó Edmundo. —Bueno  —comenzó Caspian—, es una  historia bastante  larga. Tal vez  recuerden que  cuando  yo  era  un niño, el usurpador, mi tío Miraz, se deshizo de  siete  amigos de  mi padre  (que  habrían estado de  mi  parte),  enviándolos  a  explorar los desconocidos mares del este, más allá  de  las  Islas Desiertas. —Sí  —respondió  Lucía—  y  nunca  jamás regresaron. —Así fue  —continuó Caspian—. El día  de  mi  coronación, con el  consentimiento de  Aslan, juré  que  si lograba  establecer la  paz  en  Narnia navegaría  hacia el  este durante un año  y  un día, con el fin de  encontrar a  los amigos de  mi  padre  o saber de  su muerte  y vengarlos si  podía. Sus nombres eran  Lord Revilian,  Lord  Bern,  Lord Argoz, Lord Mavramorn,  Lord Octesiano,  Lord Restimar  y  Lord...  Lord... Me  es tan difícil  recordar el otro nombre... —Rup, su Majestad,  Lord Rup  —recordó Drinian. —Rup, Rup, eso es  —dijo Caspian—. Ese  es mi  objetivo principal, pero mi amigo Rípichip tiene  una  ilusión aún más  grande. —Todas las miradas se volvieron al Ratón. —Tan grande  como mi buen humor  —dijo éste—,  aunque  puede  ser  tan pequeña como mi estatura. ¿Por  qué  no ir hasta el  confín oriental del mundo?  Y  ¿qué  podemos encontrar allí?  Yo espero encontrar el país de  Aslan. Siempre  es del este, del otro lado del océano, desde donde  viene  a  nosotros el  gran  León. —¡Oigan, esa  sí que  me  parece  una  buena  idea!  —exclamó Edmundo con  voz  de admiración. —Pero ¿crees realmente  que  el país de  Aslan  es de  esa  clase... Es decir, ese  tipo de  país al que  se puede  llegar navegando?  —preguntó  Lucía. —No lo sé, Señora  —contestó Rípichip—, pero ocurre  lo siguiente: cuando estaba en mi  cuna, una  ninfa  del  bosque, una  Dríada, recitó este verso sobre  mi  cabeza: “Donde  el mar y  el  cielo se  encuentran, donde  las olas se  hacen  más dulces, no dudes Rípichip, que  encontrarás lo que  buscas. Allí  en el Oriente absoluto”. —En realidad  —continuó el Ratón—  no entiendo el significado de  estas palabras, pero su sortilegio me  ha  acompañado siempre. Después de  una  breve  pausa,  Lucía preguntó: — ¿Dónde estamos ahora, Caspian? —El capitán puede  responder mejor que  yo  a  esa  pregunta  —dijo Caspian. Drinian extrajo entonces  su carta  de  navegación  y  la extendió sobre  la mesa. —Esta es nuestra  posición  —dijo señalando el lugar con el dedo—, o lo era  al mediodía de  hoy. Tuvimos viento favorable desde  Cair Paravel  y  nos mantuvimos un poco en dirección al norte, hacia  Galma, donde  llegamos al día  siguiente. Allí nos quedamos durante una  semana,  ya  que  el Duque  de  Galma  organizó un gran torneo en honor  a  su Majestad, quien desmontó a muchos caballeros. —Y sufrí algunas caídas  bastante  peligrosas, Drinian. Todavía me  quedan los rasmillones  —añadió Caspian. —Y desmontó a muchos  caballeros  —repitió Drinian con una  sonrisita—.
Nosotros pensamos que  el duque habría estado dichoso si  su Majestad el Rey  se  hubiese casado con su hija, pero  nada  sucedió. —Era  bizca  y  tenía  pecas  —recordó Caspian. —¡Oh, pobrecita!  —se  compadeció  Lucía. —Y luego zarpamos de  Galma  —continuó Drinian—,  y  navegamos por  un  mar tranquilo durante dos días enteros  y  tuvimos que  usar  los remos;  aunque  después hubo viento nuevamente, no logramos llegar a  Terebintia, sino hasta el cuarto día  de  haber abandonado Galma. Pero  al llegar allí, el Rey  dio  orden de  no desembarcar,  ya  que  en Terebintia había una  epidemia. Dimos  entonces la  vuelta  al cabo  e  hicimos  escala  en una  pequeña  ensenada  lejos de  la ciudad, donde  nos aprovisionamos de  agua. Tuvimos que  esperar tres días anclados lejos de la  costa, hasta que  cogimos viento sudeste  y zarpamos hacia las Siete  Islas.  Al tercer día  de  viaje nos alcanzó un barco pirata terebintiano, a  juzgar por  su aparejo;  pero, como nos vio bien armados, se retiró después de  un tiroteo de  flechas de  ambos  lados. —Y lo deberíamos haber  perseguido, abordado  y  haber ahorcado de  capitán a  paje —agregó Rípichip. —Y al quinto día  ya  teníamos Muil  a  la vista  —continuó Drinian—, que, como ustedes saben,  es el extremo más occidental de las  Siete  Islas.  Luego navegamos a remo a  través de  los estrechos  y  casi a la  puesta  del sol  llegamos a  Cielo Rojo, en la  isla  de Brenn, donde  fuimos cariñosamente  festejados  y  nos abastecimos de  agua  y  comida  a destajo. Hace  seis días abandonamos Cielo Rojo  y  hemos mantenido una  velocidad estupenda, por  lo que  espero ver las  Islas Desiertas  pasado mañana.  En resumidas cuentas, llevamos cerca  de  treinta  días de  navegación  y  hemos recorrido más de mil doscientas millas desde  que  salimos de  Narnia. —¿Y después de  las  Islas  Desiertas?  —preguntó  Lucía. —Nadie sabe,  su Majestad  —respondió Drinian—. A menos que  los mismos isleños nos lo puedan decir. —En nuestra  época  no pudieron  —dijo Edmundo. —Entonces, la aventura  comenzará  realmente después de las  Islas Desiertas —dijo Rípichip. En ese  momento, Caspian sugirió que  tal vez  les gustaría recorrer el barco  antes de  cenar, pero  Lucía tuvo  remordimientos de  conciencia  y  dijo: —Creo que  tengo que  ir  a  ver a  Eustaquio. El mareo es algo espantoso. Si tuviera aquí mi viejo cordial, podría curarlo. —Lo tienes  —dijo Caspian—,  ya  casi ni  me acordaba  de  él. Como se  te quedó, pensé que  debería  ser considerado como parte  de  los tesoros de  la corona  y  por eso lo traje ahora. Si tú piensas que  se puede  derrochar en algo  como un mareo... — Sólo usaré  una  gota  —dijo  Lucía. Caspian abrió uno de los  cajones bajo las bancas  y  extrajo la  preciosa botellita  de cristal que  Lucía  recordaba  tan bien. —Te devuelvo lo que  es  tuyo, Majestad  —dijo Caspian,  y  luego  abandonaron la cabina  y  salieron a  la luz  del sol. En cubierta había dos  grandes escotillas de proa  a  popa  del mástil;  ambas estaban abiertas, como siempre  que  hacía buen tiempo, para  dejar que  la luz  y  el aire  entraran al interior  del barco. Caspian los  hizo bajar  por una  escalera  y  entrar en la  compuerta de popa. Se  encontraron en  un recinto donde, de  lado  a  lado, había bancas para  los remeros,  y  la luz, que  penetraba  por los boquetes  para  los remos,  danzaba  en el techo. Por  supuesto que  el barco de  Caspian no era  una  de  esas horribles  galeras  movidas a remo por los esclavos. Solo cuando fallaba  el viento o para  entrar  y  salir de  los puertos se  utilizaban los  remos,  y  a  todos  les tocaba  su turno, menos a  Rípichip que tenía las patas demasiado  cortas.  A cada  costado del barco, el espacio que quedaba  bajo las bancas había  sido  despejado para  que  los remeros  pusieran los  pies; pero al  centro había una  especie  de  foso, que  bajaba  hasta la  misma quilla, que  llenaban con todo tipo de cosas (sacos de  harina, toneles con agua  y  cerveza,  barriles con  carne  de  cerdo, jarros con miel, odres de vino,  manzanas, nueces, quesos, galletas, nabos  y  lonjas  de  tocino). Del techo (o  sea, de  debajo de la  cubierta) colgaban jamones  y  ristras de cebollas  y, también, los vigías que  no estaban de  guardia,  en  sus hamacas. Caspian los  condujo a popa, dando un paso de  banca  en banca. Para  él sólo eran pasos;  algo entre  un paso  y  un salto para  Lucía  y  verdaderos  y  largos saltos  para  Rípichip. De  este modo llegaron ante un tabique  en el que había  una  puerta. Caspian la  abrió  y  entraron a  una  cabina que ocupaba  el espacio debajo de  los camarotes de cubierta, en la popa,  aunque, como es de suponer, no  era  tan bonita como las de arriba. Era  un camarote muy  bajo  y  sus paredes inclinadas se angostaban  hacia abajo, por lo que  casi no  había piso;  aunque  tenía ventanas de vidrio  grueso, no estaban hechas para  abrirse, porque  se  encontraban bajo el agua. De  hecho,  en ese  mismo momento, cada  vez  que  el barco cabeceaba, las ventanas se  veían de  pronto doradas por la  luz  del sol  y  luego de  color verde  oscuro  por el mar. —Nosotros deberemos alojar  aquí, Edmundo  —dijo Caspian—. A tu primo le daremos la  litera  y  colgaremos las hamacas para  nosotros. —Le ruego, su Majestad...  —solicitó Drinian. —No, no, compañero  —interrumpió Caspian—,  ya  hemos discutido eso. Tú  y Rins (Rins era  el piloto)  están a  cargo del barco  y  más de  una  noche  tendrán mucho trabajo  y  preocupaciones, mientras nosotros cantamos canciones con  alegres estribillos y  narramos historias, así  es que  ocuparán  el camarote de  babor  en cubierta.  El rey Edmundo  y  yo estaremos  muy  cómodos  aquí abajo. Pero, ¿cómo sigue  el forastero? Eustaquio, con la cara  pálida, frunció el ceño  y  preguntó si habría  alguna  señal de que  la tormenta  estaba  amainando. —¿Qué tormenta?  —preguntó Caspian,  y  Drinian prorrumpió en carcajadas. —¡Tormenta, señorito!  —gritó riendo—, pero si  no podríamos tener  mejor tiempo. —¿Quién es ése?  —preguntó Eustaquio, irritado—. Echenlo fuera. Su voz  me traspasa  la  cabeza. —Te traigo algo que  te  aliviará  —dijo  Lucía. —¡Andate  y  déjame  en paz!  —gruñó  Eustaquio. Pero bebió un poquito de la  botella  y,  aunque  dijo  que  era  algo asqueroso (al abrir Lucía  el frasco, la pieza  se  llenó de  un olor delicioso), lo cierto es que  pocos minutos después de  tomar la  bebida  le volvieron los  colores a la  cara;  y  tiene  que  haberse  sentido mejor, porque  en vez  de  lamentarse  por la  tormenta  y  su  cabeza,  comenzó a  exigir que lo dejaran en tierra,  y  a  decir que  “presentaría una  orden”  contra  todos  ellos, ante el cónsul  británico. Pero cuando Rípichip preguntó qué quería  decir  “una  orden”  y  cómo se  presentaba  (Rípichip pensaba  que  se  trataba  de  una  nueva  forma  de  solucionar  un duelo), Eustaquio sólo pudo decir: —Imagínense, no saber eso. Por  fin lograron convencer a  Eustaquio de  que  en  realidad navegaban lo más rápido posible  hacia  el lugar más cercano que  conocían,  y  que  tenían las mismas posibilidades de mandarlo de  regreso a Cambridge, que  era  el lugar donde  vivía  tío Haroldo, que  de  mandarlo a  la  Luna. Después de  esto accedió de mala  gana  a  ponerse  la ropa  limpia  que  habían llevado para  él  y  subió a  cubierta. Caspian continuó mostrándoles el barco,  aunque  ya  lo habían recorrido  casi  por completo. Subieron al castillo de  proa  y  vieron al  vigía que  estaba  de  pie en una pequeña  tabla  en el interior  del cuello dorado del  dragón,  y  miraba  a  través  de  su boca abierta. Dentro del castillo de  proa  se  encontraban  el fogón  (o cocina del barco)  y  los alojamientos para  personas como el contramaestre, el carpintero, el cocinero  y  el jefe  de los arqueros. Si  piensas que  es extraño que  la  cocina  se encuentre  en la proa, e  imaginas que  el humo de  su chimenea  flota hacia la  parte  trasera  del barco, es porque  estás pensando en los  barcos a  vapor, que  siempre  tienen viento en contra. En los  barcos a vela, el viento viene  desde  atrás, por lo que  cualquier  cosa que  despida olor  se  sitúa  lo más adelante  posible. Después los  hicieron subir a  la cofa  de  combate. En un principio se  asustaron bastante  con el balanceo  del barco  y  por lo pequeña  y  distante que  se veía abajo la cubierta. En  ese  momento comprendes que  si llegaras a  resbalar, te  puedes  caer igual dentro del barco, que  al mar. Desde  allí fueron  conducidos a la  popa, donde  Rins  y  otro hombre  estaban de  guardia junto a la  gran palanca  del timón. Tras ellos se alzaba  la cola dorada  del dragón,  y  justo en su interior había una  pequeña  banca. El barco  se llamaba Explorador del Amanecer,  y  era  tan poquita  cosa  comparado  con nuestros  barcos, e incluso comparado  con las naves a  rueda,  veleros,  barcos mercantes  y  galeones que Narnia  había  tenido cuando Edmundo  y  Lucía  reinaban junto a  Pedro, que  era  el  gran Rey, porque  en Narnia  casi había desaparecido toda  navegación durante  los reinados de los antecesores de Caspian. Cuando su tío Miraz, el usurpador, envió a los siete  lores al mar, éstos  tuvieron que  comprar un barco  galmiano  y  contratar  una  tripulación de marineros también  galmianos. Pero ahora  Caspian había  empezado a  enseñar  a  los narnianos para  que  volvieran a  ser  un pueblo navegante,  y  el  Explorador del Amanecer  era  el mejor barco que  habían construido hasta entonces. Era  tan pequeño que  en la cubierta,  a  proa  del  mástil, casi no quedaba  espacio entre  la  escotilla  central  y  el bote  del barco  amarrado a  un  costado,  y  el gallinero  (Lucía  alimentaba  a  las  gallinas),  al otro.  Pero era  una  belleza  en su especie, una dama  como dicen los marineros; sus líneas eran perfectas  y  sus  colores  puros,  y cada  palo, cada  cabo  y  cada  remache  habían sido hechos con amor. Por  supuesto que  a  Eustaquio no le  gustaba  para  nada  y  siguió jactándose  de  los transatlánticos, lanchas a  motor, aviones  y  submarinos. (“Como si supiera  algo de ellos”,  murmuraba  Edmundo).  Pero los otros dos estaban fascinados con el  Explorador del Amanecer.  Cuando volvieron al camarote  de  popa  para  comer  y  vieron  todo el cielo del oeste iluminado por  una  inmensa  y  roja puesta  de  sol,  y  sintieron el  estremecimiento del barco  y  el sabor  de  la  sal en sus labios,  pensaron en esas tierras desconocidas al confín oriental del mundo...  Lucía  se sentía  demasiado feliz  para  hablar. Respecto de Eustaquio, es mejor que  sepan lo que  pensaba  a  través de  sus propias palabras,  ya  que  a  la  mañana  siguiente, apenas les  fue  devuelta  su  ropa  seca, él sacó una pequeña  libreta  negra  y  un lápiz  y  comenzó a  escribir un diario. Siempre  llevaba  esta libreta consigo  y  en ella  mantenía un registro de  sus notas, pues aunque  ninguna  materia de  estudio  le importaba  mucho para  su propio provecho, sí  le importaban  muchísimo las notas, e  incluso iba  donde  sus compañeros a  decirles: —Yo me saqué  tal nota.  ¿Qué  nota te  sacaste  tú? Pero como, al parecer, no  se sacaría  nota alguna  a  bordo  del  Explorador del Amanecer,  decidió comenzar un diario.  La  primera  anotación fue  la siguiente: “7 de  agosto “Hace  ya  veinticuatro horas que  estamos  a  bordo  de  este espantoso  barco,  si es que  esto no  es un sueño.  Una  tormenta terrible  ha  estado rugiendo sin cesar  (es una  gran cosa que  no esté  mareado).  Inmensas olas  golpean  el barco por el frente,  y  yo diría que casi se  ha  hundido varias  veces. Nadie parece  darse  cuenta de  esto,  ya  sea  por fanfarronear o porque, como dice  Haroldo, uno de  los actos de mayor  cobardía de  la gente  mediocre  es cerrar  los ojos ante los hechos. Es una  locura  hacerse  a  la  mar  en una porquería  como ésta.  No  es mucho más  grande  que  un bote salvavidas. Y,  por supuesto, su interior es absolutamente primitivo. No hay  un  salón apropiado, ni radio,  ni baños, ni siquiera  sillas de  playa.  Ayer en la tarde  me  arrastraron por  todos  lados para  conocerlo  y fue  enfermante oír a  Caspian haciendo  alarde  de  su barquito de  juguete, como si  fuera  el Queen Mary.  Yo traté  de  explicarle  lo que era  un verdadero barco, pero es  demasiado torpe. Por  supuesto, E.  y  L. no me  apoyaron  en lo  más mínimo. Supongo que  una  niña como  L. no se  da  cuenta  del peligro,  y  E. trata de  halagar  a  C. al igual que  todos  los demás.  Lo llaman rey.  Yo dije  que  era  republicano,  y  él me  preguntó qué quería decir... Realmente parece  no saber nada  de  nada. No hay  ni qué decir que  me  dieron el peor camarote del barco, un perfecto calabozo. En cambio a  Lucía le  dieron una  pieza  para ella  sola  en cubierta; casi  una  pieza  agradable, comparada  con el resto del lugar. Según C. esto se  debe  a  que  ella  es mujer. Yo traté de  explicarle  que  Alberta  dice  que  lo único que  se logra  con este tipo  de  cosas es  rebajar a  las  niñas, pero él es demasiado torpe. Aun así debería  entender  que  si me  dejan en un  hoyo  como éste,  yo  me voy  a  enfermar. Según E., no debemos quejarnos,  ya  que  C. compartirá  este cuarto con nosotros, para poder ceder su camarote  a  L. Como si  esto no  nos  tuviera  más apretados e  hiciera  las cosas mucho peor. Se  me  olvidaba  decir que  hay  también una  especie de  ratón que los trata a  todos  con la desfachatez  más espantosa.  Los demás pueden  aguantarlo si  quieren; lo que es  yo, le voy  a  retorcer la  cola si trata de  hacerme  algo.  La  comida  también es horrible”. El problema entre  Eustaquio  y  Rípichip se presentó incluso antes de lo que  era  de esperar. Al día  siguiente,  cuando todos  estaban sentados alrededor de  la mesa  esperando la comida  (el estar en  el mar da  un hambre  tremenda), Eustaquio entró  corriendo, retorciéndose  las manos  y  gritando: —¡Esa  pequeña  bestia  por poco me mata!  Insisto en que  se le  ponga  bajo control. Yo podría entablar un juicio en su contra, Caspian,  y  ordenarle  que  lo maten. En ese  mismo momento apareció Rípichip.  Llevaba  la espada  desenvainada  y  sus bigotes tenían un  aspecto  feroz; pero  guardaba  su  misma cortesía  de  siempre. —Pido perdón a  todos  ustedes  —dijo—, especialmente  a  sus Majestades. Si hubiese  sabido que  él se  refugiaría  aquí, habría  esperado un momento más  oportuno para  darle  una  lección. —¿Qué diablos pasa?  —preguntó Edmundo. Lo que  ocurrió  en realidad fue  lo siguiente. Rípichip siempre  consideraba  que  el barco no avanzaba  tan  rápido como él quería.  Lo  que  más le  gustaba  era  sentarse  en la borda, muy  adelante, justo al lado de  la cabeza  del  dragón,  y  contemplar el  horizonte cantando  suavemente, con su gorjeo  especial, la canción que la  Dríada  compuso para  él. Nunca  se  apoyaba  en ninguna  parte  y,  a  pesar de  que  el barco cabeceaba  continuamente, siempre  conservaba  el equilibrio con mucha  naturalidad. Tal vez  el tener la  cola colgando hacia  cubierta,  por dentro de  la borda, hacía esto más fácil. Todo  el mundo a bordo  estaba  familiarizado con esta costumbre  y  a  los marineros les encantaba, porque así, cuando tenían turno  de  vigilancia, contaban con alguien  con quien conversar. Jamás he  podido saber  cuál fue  la verdadera  razón por  la  que  Eustaquio resbaló, se  tambaleó  y se  fue  de  un solo tropezón hasta el castillo de  proa  (todavía  no se  habituaba  a  andar  a bordo  de  un barco). Tal vez  esperaba  ver tierra, o ir a  rondar a  la  cocina  y  escamotear algo de  comer.  De  todas  formas, apenas divisó la  larga  cola  que  colgaba, lo  que  quizás parecía  bastante  tentador,  pensó que  sería  delicioso agarrarla  y  tirarla  para  hacer que Rípichip diera  un par de  vueltas en al aire,  y  luego  salir corriendo  y  reírse.  Al principio el plan pareció funcionar  a  las mil maravillas. El Ratón no pesaba  mucho más que  un gato  grande  y  Eustaquio lo sacó de  la baranda  en un abrir  y  cerrar de  ojos.  Se  veía muy ridículo (pensó Eustaquio)  con sus patitas desparramadas  y  la boca  abierta.  Pero para desgracia  de  Eustaquio,  Rípichip había  tenido que  luchar muchas veces para  salvar su vida  y  no perdió la cabeza  ni un solo instante, ni tampoco su destreza. No  debe  ser  muy fácil  desenvainar  la  espada  cuando uno  está  girando por  los aires sujeto de  la cola, pero él lo hizo; entonces Eustaquio sintió dos  dolorosos  pinchazos en  las manos, que  lo hicieron soltar  la cola. Un segundo más tarde, Rípichip se  incorporó  y  saltó  como si fuera  una  pelota  dando botes por  cubierta.  Y allí estaba, enfrentándolo,  y  Eustaquio vio una  cosa horrible, larga,  brillante  y  afilada, semejante a  un punzón, que  ondeaba  de  un lado para  otro  a  sólo unos milímetros de  su estómago.  (No cuenta como  golpe bajo el cinturón,  ya  que  para  los  ratones en Narnia  es muy  difícil  alcanzar más arriba). —¡Detente!  —balbuceó  Eustaquio—. ¡Andate!  Guarda  eso. Es peligroso...  ¡Te dije  que  no sigas!... ¡Se  lo diré  a  Caspian!...  Haré  que  te pongan un bozal  y  que  te amarren. —¿Por  qué  no desenvainas tu propia  espada, cobarde?  —chilló el Ratón—. Desenvaina  y  pelea  o te  dejaré  lleno de  cardenales con  el filo de  mi  espada. —Jamás he  tenido una  espada  —dijo Eustaquio—. Yo soy  un pacifista  y  no  creo en la lucha. —¿Debo entender  con esto  —dijo Rípichip, apartando su espada  por un momento y  hablando  en un tono muy  sombrío—  que  no me  vas a dar una  satisfacción? —No entiendo lo que me  quieres decir  —dijo Eustaquio, mientras se sobaba  la mano—, pero si no eres capaz  de  aceptar  una  broma  no es asunto mío. —Entonces toma  esto  —dijo Rípichip—,  y  esto, para  que  aprendas modales,...  y el respeto que  se  debe  a  un caballero...  y  a  un Ratón...  y  a  la  cola de  un Ratón. Y a  cada  palabra  le daba  a  Eustaquio un golpe  con  el canto de su delgado espadín, de  fino acero templado hecho por  los enanos, tan flexible  y  efectivo como una  vara  de abedul. Eustaquio (por  supuesto) estaba  en un colegio donde no se  usaban los castigos corporales, de  manera  que  esa  sensación era  una  absoluta novedad para  él.  Es por  esto que, a  pesar de  no tener costumbre  de  moverse  a  bordo, se  demoró menos de  un minuto en salir de  aquel lugar, atravesar la  cubierta  y  abrir  la puerta  del  camarote, perseguido acaloradamente  por Rípichip. De  hecho, a  Eustaquio le  parecía  que  tanto la  espada como la  persecución eran  muy  calurosas. Daban la  sensación de  estar  al rojo vivo. No hubo mucha  dificultad para  solucionar el asunto una  vez  que  Eustaquio comprendió que todo el  mundo había  tomado bastante  en serio la  idea  de  un duelo. Oyó a  Caspian ofrecerle  una  espada,  y  a  Edmundo  y  Drinian que  discutían sobre  si se  debía o no desfavorecer de  alguna  manera  a  Eustaquio, para  compensar su superioridad de tamaño en relación a Rípichip.

Eustaquio se  disculpó de  mala  gana  y  se  alejó.  Lucía lo acompañó para  lavarle  y vendarle  la mano.  Luego  él se fue  a  su litera  y  tuvo buen cuidado de  acostarse  en el lugar que  le habían asignado.

LAS CRÓNICAS DE NARNIA  III: LA TRAVECIA DEL VIAJERO DEL ALBA Donde viven las historias. Descúbrelo ahora