Ventanas abiertas.

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La noche caía sobre ella, atrapándola en el brillo artificial de las luces de neón que se proyectaban sobre las fachadas de cristal y metal de los rascacielos. Seúl centelleaba intensamente por encima de su cabeza.

No era la primera vez que sus pies la conducían a él, y aunque no quisiera reconocerlo, se le hacía imposible no contar los pasos que quedaban. 112, 111, 110...

Tomó un desvío, metiéndose entre callejones estrechos, consiguió ocultarse de la luz y guarecerse entre las sombras salpicadas de peligros en las que se había convertido su hogar durante estos años en Seúl. Pero estaba bien. La oscuridad siempre la había reconfortado ¿aunque quién lo diría? Ahora utilizaba las sombras como forma de esconderse de camino hacía la luz, su luz. Como una polilla atraída por el resplandor de la lámpara.

No supo decir cuanto tiempo estuvo ahí, de pie, observando la casa, viendo como poco a poco, las luces de las distintas habitaciones iban apagándose en silencio.

Cuando la última luz murió, dejando la enorme casa en una calma total y profunda, decidió ponerse en movimiento.

Rodeó la casa con paso tranquilo y calculado, siguiendo la valla que limitaba la finca de la casa, hasta llegar a la esquina más alejada de la misma y donde el alumbrado público no conseguía penetrar la oscuridad que ahí había.

Con la facilidad propia de la práctica, se descalzó, unos altos tacones negros, y los lanzó más allá de la verja, escuchando como levantaban un casi imperceptible ruido al caer sobre la hierba.

Se quitó los guantes, también negros, en los que estaban enfundados sus delgados y elegantes dedos y dejó que su propio aliento, que se convertía en una débil nube de vaho al salir de su boca, les devolviera algo de su movilidad original.

Aferrándose al frío metal, trepó con agilidad, evitando engancharse en las puntas afiladas que sobresalían al final de cada hierro.

Se dejó caer desde lo alto, rodando un par de veces sobre la alfombra verde salpicada de diversas pequeñas flores que formaban el jardín trasero de la enorme casa.

Sentía las pequeñas gotas de agua que se formaban en los tiernos tallos verdes de las briznas de hierba por culpa de la helada, bajo la planta de sus pies descalzos, mientras tanteaba la oscuridad en busca de sus zapatos: no iba a abandonar su par favorito.

Ya con sus tacones en una mano, se decidió a observar con más atención la fachada blanca del edificio, intentando encontrar alguna anomalía que indicase que la habían descubierto.

Largos segundos transcurrieron con lentitud antes de convencerse a sí misma de que ninguno de los nueve habitantes de la casa se habían percatado de su ilegal entrada.

Algo llamó su atención. En la segunda planta, la tercera ventana contando desde la izquierda, estaba llamativamente abierta de par en par. Algo curioso al ser finales de noviembre y las temperaturas por las noches era, sin dudarlo, inapropiadas para dejar una ventana descuidadamente abierta.

Sin darse cuenta, un suspiro se escapó entre sus labios en una maldición inacabada. Solamente conocía a un idiota que sería capaz de algo así.

Se acercó al viejo roble que se mantenía orgullosamente erguido sobre sus torcidas y prominentes raíces cerca de las paredes del edificio e hizo acopio de fuerzas para saltar con todas sus fuerzas para agarrarse a la primera rama y así emprender el ascenso entre la rugosa madera viva.

Lady Luck (D.O.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora