Prólogo

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1972

Phoenix

Kat ajustó el espejo retrovisor de su viejo Chevy y volvió la vista al frente

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Kat ajustó el espejo retrovisor de su viejo Chevy y volvió la vista al frente.

Las anchas callejuelas de Phoenix estaban desiertas a esas horas de la mañana, castigadas bajo el sol del inminente verano. Kat se ajustó las gafas de sol sobre su puntiaguda nariz, la cual arrugó al comprobar que Davinia todavía no había salido de casa.

Aparcó el coche frente a la mansión de los Borobon y apagó el motor, echando un vistazo al jardín trasero. El gato de Davinia, Whisky, se asomó por encima de la blanquecina valla para saludar a Kat con un alegre <meow>.

Ella sonrió y asintió en dirección al animal, a modo de saludo. Tocó el cláxon aproximadamente unas tres veces antes de que la esbelta figura de Davinia asomara por la puerta principal.

—¡Adiós mami, adiós Whisky! ¡Nos vemos por la tarde!

A diferencia de Kat, embutida en unas botas de cuero negro, unos tejanos negros y una camiseta de manga corta donde estaba retratada la familia Adams, de las famosas películas de terror, Davinia vestía hoy una exquisita falda de volantes rosado, un jersey blanco de manga corta y un pañuelo de color chicle enredado al cuello. Eran tan diferentes como el día y la noche, casi literalmente.

—Hoy disfrutaremos de un fabuloso día de calor otoñal, parece que el verano ha llegado antes de lo previsto —canturreó la radio mientras Kat observaba a Davinia cruzar el porche de su casa—. Los exámenes finales se acercan y también la noche de la lluvia de estrellas, ¿qué opinas, Donovan? ¿Este año veremos la lluvia de estrellas desde Phoenix?

—Bueno, Dusk, es una buena pregunta —contestó el segundo interlocutor—. No sabría decirte por qué, pero parece que este año tendremos la oportunidad de verla. Esto no había sucedido desde hacía décadas, por lo tanto...

Kat apagó la radio cuando Davinia abrió la puerta y se colocó en el asiento del copiloto. Echó un vistazo hacia su casa y sacó una barra de pintalabios y un pequeño espejo que guardaba en el bolso.

—¿No vas a esperar a llegar al instituto? —preguntó Kat, sonriente.

Davinia puso los ojos en blanco y comenzó a arreglarse los labios, pintándoselos de un rojo carmesí muy parecido al color de la carrocería del coche de Kat.

—Mi padre no puede aceptar que tengo edad para maquillarme —balbuceó mientras terminaba de pintarse el labio inferior—. ¿Y tú? ¿No has encontrado un pintalabios negro todavía?

Kat sacudió la cabeza y suspiró, arrancando el motor.

—Acéptalo Kat, estás anticuada —indicó, con un tono burlón—. Esa moda de vestir de negro y llevar camisetas con dibujos espantosos es muy del siglo pasado.

—¿Y ese pañuelo que llevas al cuello es moderno, no? —Kat giró el volante y avistó el semáforo en rojo al final de la calle.

Davinia soltó una risita y se desenroscó el pañuelo del cuello. En la parte derecha tenía una marca morada, en el hueco en el que se unía el cuello y la clavícula. Kat resopló.

—¿Quién y cuándo?

—Un tal Kevin.

—¿Un 'tal Kevin'? —repitió Kat, en un tono enfadado—. Sé que ya lo hemos hablado, pero eso de enrollarte con extraños cada dos por tres es un poco...

—Te llevarías bien con mi madre, Kat —indicó Davinia, quitándose el jersey. Bajo él, tenía un ajustado y escotado top que le quedaba por encima del ombligo—. Ambas sois igual de mojigatas.

Kat suspiró y evitó responder. No era la indicada para sermonear a nadie, ni sabía cómo hacerle ver a Davinia que tan sólo se preocupaba por ella y por lo que pudiera pasarle.

Incluso allí en Phoenix, un pueblo casi aislado del mundo, les sucedían cosas horribles a las jovencitas que, atraídas por el calor de un amor de usar y tirar, amanecían ahogadas en el lago Bunsbury dos semanas después de su desaparición, como fue el caso de Jane Hannover hacía unos meses.

Kat reprimió un escalofrío al recordar la noticia y arrancó de nuevo cuando el semáforo se puso en verde.

La carretera estaba desierta bajo el calor incesante del sol, incluso bajo sus oscuras gafas de sol, a Kat le costaba distinguir los colores de las señales. Entrecerró los ojos cuando, en la distancia, pudo ver surgir un bulto de color negruzco.

—Ayer por la noche vi el coche de Vince pasar varias veces por mi calle —resopló Davinia, y finalizó el gesto con una sonrisita de suficiencia—. Creo que esperaba que saliera a verle, como cuando salíamos juntos. Ese capullo no sabe cuándo ha tocado fondo.

Las calles de Phoenix eran irregulares, la mayoría eran subidas y bajadas y por ello el tráfico solía ser un paseo por el infierno. Además, el ayuntamiento no pretendía reparar las grietas de la carretera ni los baches, y por ello Kat sólo se animaba a conducir en el tramo desde su casa hasta el instituto.

Hacía ya un año que se había mudado a Phoenix y estaba acostumbrada al mal estado de las calles y de las casas, con seguridad podía decirse que conocía la mayoría de secretos del pueblo.

El bulto negruzco que había surgido en la distancia comenzaba a tomar forma. Parecía un tipo vestido con una larguísima gabardina, pero había algo realmente extraño en él. Tenía la capucha puesta en un día tan caluroso como aquel, con las facciones tapadas por la sombra de la capucha y el resto del cuerpo escondido bajo la gabardina.

El vello se le erizó en los brazos desnudos cuando observó cómo el tipo sacaba algo de debajo de la gabardina: una reluciente daga plateada. El corazón de Kat comenzó a martillearle dentro del pecho, con una mezcla de miedo y adrenalina.

El tipo no se inmutaba, estaba allí plantado con la daga en la mano y dispuesto a hacer dios sabía qué. Kat tragó saliva.

—¿Kat? —preguntó Davinia, extrañada—. ¿Va todo bien?

Kat agarró fuertemente el volante y lo giró. El coche se desvió de la carretera y Davinia clavó sus uñas falsas en el asiento, con una mueca de horror y los ojos casi desorbitados, mientras Kat se aferraba al oscuro volante de su viejo Chevy.

El coche salió de la carretera, atropelló una farola y finalizó su trayecto con un violento choque contra el estante de madera de la perfumería de la plaza Anice. La sacudida hizo que Kat se golpeara la cabeza y una terrible sensación de mareo la sacudió. Pudo notar la mano de Davinia aferrarse a su hombro, le estaba diciendo algo pero las palabras sonaban extrañas y difusas en sus oídos.

Se llevó la mano a la cabeza, y al echar un vistazo vio una mancha de sangre. Hizo una mueca y respiró, jadeante, mientras el corazón todavía le golpeaba desde dentro con fuerza. Miró a Davinia, que todavía le hablaba en un lenguaje que no era capaz de reconocer.

 Miró a Davinia, que todavía le hablaba en un lenguaje que no era capaz de reconocer

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<Otra vez... —pensó—. Ellos otra vez...>

Y se desplomó sobre el volante del coche.

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