La pelilila tamborileó sus dedos sobre la pierna de su mejor amigo un poco aburrida. Sus ojos iban de Neith a Heather, y de la pelirosa, a Annabeth.
—Hagamos algo —propuso antes de morder su labio inferior.
—¿Algo como qué? —los ojos de su mejor amigo se posaron sobre ella.
—El otro día fui a dar una vuelta y encontré una cafetería, me pareció que podíamos ir —se acomodó las gafas de sol sobre la cabeza.
—¿Y qué si no nos parece a nosotros? —preguntó Neith tocando el brazalete de su mejor amiga.
—Entonces iré sola —le sonrió.
—A mí me parece bien —soltó Annabeth con sus ojos sobre el césped.
—A mí también —le apoyó Heather.
—¿Ves? Al parecer te vas a quedar solo —se levantó junto a sus amigas.
—Era solo una probabilidad —dijo el rubio colocándose de pie—. ¿Dónde queda la famosa cafetería?
—Al Este.
—¿Qué hacías por allá?
—Tomé la ruta equivocada, no fue la gran cosa —se encogió de hombros mientras enlazaba su mano con la de su mejor amigo.
—Vale —susurró. Sabía que Elizabeth le mentía.
Avanzaron hasta la parada del autobús, esperando a que el E-15 pasara. Los ojos de Heather se posaron en las manos de Elizabeth y Neith entrelazadas. Mentiría al decir que no le daban celos, pero las cosas siempre habían sido así y así se quedarían.
El bus de color azul se detuvo frente a ellos, al abrirse las puertas, todos subieron y se sentaron juntos en los asientos del fondo.
—¿Qué buscabas al este del pueblo, Effy? —le preguntó Neith al oído.
Sus ojos se conectaron. Violeta contra esmeralda, era más que un reto, era una promesa. Inmediatamente los de Neith volvieron al cristal de la ventanilla y Elizabeth suspiró.
—Seguía a Mattew, ¿feliz? —soltó en un susurró.
Él no contestó, sólo le dio un apretón a su mano y se mantuvo en silencio el resto del camino.
Al llegar Elizabeth los guió por las calles bastante desconocidas para sus amigos, y no se detuvo hasta llegar a la puerta de la rústica cafetería.
Empujó la puerta y una campanita sonó de inmediato anunciando su llegada. Sus amigos entraron detrás de ella y se abrieron paso hasta una mesa junto a la pared. Pero Elizabeth no se estaba fijando en las miradas que les lanzaban los presentes, al no reconocerlos de ninguna parte, tampoco a que sus amigos ya estaban sentados y ordenando lo que querían. Ella estaba hipnotizada con las paredes llenas de dibujos, algunos vivos y llenos de colores, otros a blanco y negro, a lápiz, con acuarelas. Había montones.
Pero divisó unos que captaban su atención, eran un poco oscuros, de grandes robles y animales ocultos entre los arbustos de un acantilado. Era algo hermoso.
Se giró sobre sus talones y tocó el hombro del camarero, este se giró y la miró con unos ojos negros muy brillantes.
—¿Sabes a quién pertenecen esos dibujos?
—¿Esos de ahí? —señaló un lugar llenó de dibujos del mismo estilo. La pelilila asintió—. Ah, son de la chica de allá —le indicó con la mirada de quien se trataba.
A unas cuántas mesas de la suya, había una chica, con su hermoso cabello castaño suelto y audífonos en sus oídos. Sus ojos estaban fijos en la hoja sobre la que trazaba líneas, en busca de hacer otra de sus preciosas obras de arte.