En mi sueño, todo está oscuro. No necesito mucho tiempo para darme cuenta de que algo va terriblemente mal. Siento como el nudo de la venda que me tapa los ojos se deshace trás el fuerte tirón que le propino. Lo primero que hago, al recuperar mi visión, es fijarme en lo que me rodea. Me encuentro en una pequeña celda, tendida en la cama. Las paredes son lisas, de color gris. Los escasos muebles que hay son un sucio retrete y un lavabo y la poca luz que entra en la estancia sale de una ventana, cubierta de barrotes, al igual que la puerta. Me levanto para comprobar lo que ya sé; la puerta esta cerrada. Oigo unos pasos en el pasillo y me intento esconder detrás de unos muebles inexistentes. Los dueños de los pasos son dos hombres adultos que hablan con un acento ruso muy marcado. Al llegar a mi puerta, uno de ellos vuelve por donde ha venido y el otro entra en mi pequeña celda. No puedo evitar fijarme en su aspecto, pues luce una cicatriz que le recorre toda la mejilla. Tiene el pelo corto, color caoba y unos azules tan claros como el cielo. Sus labios, muy finos, se contraen en una mueca al verme y su mentón se alza en un clara muestra de superioridad. Es tan corpulento que casi no cabe por la puesta aunque no debe tener más de veinte años. Solo dice un par de palabras que no entiendo antes de sacar una pistola y apuntarme con ella. Entonces me despierto...