San Jorge y el Dragón

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Jorge suspiró y contempló con pesar la puerta negra que llevaba a la guarida del dragón —o a la buhardilla, todo era cuestión de perspectiva—. Echó la mirada atrás, hacia el hueco de la escalera donde las dos abuelitas le animaban con gestos a que continuara. Suspiró de nuevo, cargado de resignación y golpeó la puerta con los nudillos.

Espero un minuto, dos...

Se giró, contempló a sus vecinas y se encogió de hombros ante la situación. Por supuesto podía probar a llamar al timbre, pero no pensaba meter la mano en esa trampa mortal que colgaba de la pared.

—¡Insiste! —le azuzó una de ellas.

—¡Tienes que rescatarla!

Esas cosas no le habrían pasado si se hubiera quedado en el pueblo. Sin embargo, la carrera profesional de un informático era un poco limitada en una aldea de doscientos habitantes donde el ordenador más moderno era el Nokia 3210 del párroco. Así que, sintiéndolo mucho, había hecho las maletas y se había trasladado a la gran ciudad.

Siempre le habían dicho que allí todo el mundo iba a su bola, que nadie se metía en la vida del vecino. Quien decía eso no conocía su edificio, seguro que no, ni conocía a Mercedes y Agustina que tan pronto le pedían que las ayudara a cambiar las bombillas, como preparaban un pastel y se presentaban en el desayuno para conocer a su último ligue. Al menos eran muy comprensivas al respecto, y eso que por su edad podían haber conocido a Cristo en persona.

Esa era la última de las encerronas de las dos entrañables abuelas: armarle su caballero de brillante armadura y encomendarle la misión de rescatar a la princesa de las garras del malvado dragón.

O del vecino nuevo, que para ellas era casi lo mismo.

No sabía mucho de él salvo que era músico, o algo así, que parecía un espectro gótico lleno de pinchos y que tenían un buen culo. No molestaba demasiado, no era ruidoso ni montaba fiestas, pero llevaba pircings y una dilatación en la oreja y eso era algo que ni las abuelitas que llevaban pastelitos a su vecino gay podían soportar.

Jorge suspiró por enésima vez y llamó a la puerta de nuevo. Esta vez insistió un poco más y golpeó con más energía. Le pareció oír un murmullo al otro lado y contuvo la respiración, no podría escudarse en la idea de que no había nadie en casa, los pasos se acercaban.

Repasó mentalmente lo que diría cuando la puerta se abriera pero todas las palabras huyeron antes de ser pronunciadas cuando vio al imponente dragón.

Porque sí, si una palabra podía definir a su vecino era imponente.

Y es que, todas las veces que se había cruzado con él, apenas le había dedicado una mirada fugaz al ver cómo subía las escaleras y un culo perfecto, bien delimitado por unos pantalones muy ajustados, captaba toda su atención dejándole con una sensación vacía de culpabilidad.

—¿Sí? —preguntó el dragón.

Jorge intentó encontrar a las cobardes palabras que habían huido por patas dejándole boqueando como un pez idiota. Y es que, cómo no huir. ¿Podía culparlas por ello? Su vecino estaba en su casa y uno en casa se viste cómodo, ¿no?

O no se viste, eso es una elección personal.

—Soy... soy Jorge, tu... tu...

—El chico del bajo, ¿verdad? —dijo él concluyendo la frase por él—. Yo soy Smaug.

Jorge titubeó antes de coger la mano que le tendía. Su piel era muy suave.

—¿Smaug? ¿Cómo el dragón? —se extrañó—. ¿Es un... un nombre artístico?

—No —Smaug sonrió y... ¡menuda sonrisa!—. Mis padres eran unos frikis con mucho sentido del humor.

Jorge se rio. No pudo evitar sorprenderse de que fuera tan fácil hablar con él, quizá debía haberlo intentado antes.

—Podría ser peor, podrías llamarte Ancalagon El Negro o algo así. Smaug suena bien. Yo... —Miró hacia atrás, hacia el hueco de la escalera, pero sus vecinas habían huido dejándole solo ante el peligro—. Yo... Sé que suena ridículo pero he venido a rescatar a la princesa.

—¿La princesa? —Smaug le miró extrañado y enarcó una ceja. Una ceja... ¿de verdad había gente que era capaz de levantar una única ceja, la del piercing, por si no fuera bastante? Por Dios, era el gesto más delicioso que había visto en la vida.

—Las señoras del segundo me han dicho que la tienes tú.

—¿Del segundo? ¿Te refieres a Mercedes y Agustina?

—¿Las conoces? —Ahora era su turno de sorprenderse.

—Me traen tartas... siempre que alguien se queda a pasar la noche —explicó.

Jorge asintió con la cabeza y puso los ojos en blanco.

—A mí me hacen lo mismo. Yo creo que lo hacen solo para verles la cara y poder cotillear a gusto.

—O para ver si repetimos —bromeó—. Pero a estas alturas deberían saber que no me van las princesas.

«¿No te van las princesas? ¿Qué quiere decir que no te van las princesas?». Por supuesto, él no dijo nada.

—Princesa es una gata —explicó—. Le gusta trepar por el árbol del patio y ellas dicen que la han visto meterse en tu balcón y me han pedido que por favor, venga a buscarla. Así que me preguntaba si me dejarías pasar a rescatar a la princesa antes de que te la comas, como buen dragón.

—¿Y tú eres San Jorge? —preguntó Smaug echándose a un lado para dejarle entrar.

—Créeme —Jorge sonrió y no tembló al entrar en la guarida del dragón—, no soy ningún santo.

*

Cuando escucharon que la puerta se cerraba, Mercedes sacó la cabeza y se asomó de nuevo al hueco de la escalera para comprobar que, efectivamente, Jorge había entrado en el piso del chico nuevo.

—¡Ya está, ya está! —dijo entre risas animando a Agustina a que se asomara con ella.

Agustina sacó también su cabeza y se rio también.

—¿Crees que funcionará?

—¿Bromeas? Ese dragón se lo comerá enterito.

—¿Seguro? Yo creo Jorge le clavará su espada.

Ambas se rieron a carcajadas y regresaron a su casa. Tenían que hornear un pastel.

-.-.-.-.-.-.-

Pues nada, un mini relatín para celebrar el día del libro. ¡Feliz Sant Jordi o San Jorge o lo que queráis!

Besos a todos, y espero daros buenas noticias pronto.

¡Gracias por estar ahí!

La Tontería del Siglo: San Jorge y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora