VI

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En verdad, alguien lloraba.

Al día siguiente amaneció lloviendo torrencialmente. Desde la ventana, Mary apenas podía distinguir el páramo, casi oculto por la neblina y las nubes. No podría salir.

—¿Qué hacen en su casa en un día como éste? —preguntó a Martha.

—Tratamos de no molestar a mamá —contestó Martha—. Los mayores juegan en el establo y, en cuanto a Dickon, él, con buen o mal tiempo, sale igual a recorrer el páramo. En días de lluvia descubre cosas que no ve en otras ocasiones. Un día encontró un zorrito medio ahogado en un hoyo. Como la madre había muerto, lo llevó a casa metido entre sus ropas para calentarlo. Ahora vive con nosotros junto con varios animales más.

Lejos habían quedado los días en que Mary se ofendía por los relatos de Martha. Ahora, en cambio, no sólo la interesaban, sino que se apenaba cuando terminaban. Especialmente le atraía todo lo referente a Dickon, además de considerar muy agradable la personalidad de la madre.

—Si yo tuviera un zorrito o un cuervo podría jugar con ellos —dijo Mary—. Pero no tengo nada.

Martha la miró perpleja.

—¿Es que no sabe tejer o coser?

—No—contestó la niña.

—¿Puede leer?

—Sí.

—¿Entonces, por qué no lee o estudia su gramática? Es lo suficientemente mayorcita como para hacerlo.

—No tengo libros —contestó Mary—. Los que tenía quedaron en la India.

—Es una pena —dijo Martha—. Si solamente la señora Medlock la dejara entrar a la biblioteca... Hay allí miles de libros.

Mary no preguntó dónde se encontraba la biblioteca. Repentinamente pensó que trataría de encontrarla por sí misma. No le importaba lo que dijera la señora Medlock, pues ella pasaba los días sentada en su confortable salón. En esta extraña casa, las personas casi no se veían.

Martha la ayudaba y servía las comidas, pero ningún otro empleado se preocupaba de ella. El ama de llaves iba a verla cada dos o tres días, pero no le preguntaba qué hacía durante el día. Mary suponía que esa era la forma de educar a los niños ingleses. En la India, al contrario, no daba un paso sin su aya y, en más de una ocasión, esta continua compañía la había cansado. Ahora, en cambio, no sólo estaba aprendiendo a vestirse sin ayuda, sino que también pasaba la mayor parte del día a solas.

De pie frente a la ventana esperó durante diez minutos a que Martha terminara de limpiar la parrilla y se retirara. Pensaba en la biblioteca, aunque ésta no le interesaba mayormente, puesto que había leído pocos libros; pero recordando las cien habitaciones de la casa se preguntaba qué encontraría en ellas, si pudiera entrar.

¿Habría verdaderamente cien habitaciones? Quizás podría contarlas, lo que ya sería una buena entretención para ese día.

Salió de su habitación y empezó su recorrido. Un pasadizo comunicaba con el siguiente. Cruzó puertas y más puertas. De las paredes colgaban pinturas con obscuros paisajes, pero la mayoría eran retratos de señores y señoras con extraños trajes y elegantes vestidos. Jamás pensó que podían existir tantos retratos juntos. La niña los miraba con atención y le parecía que los personajes, a su vez, la observaban a ella. También había varios retratos de niños de pelo largo, Mary se preguntaba cómo se llamarían y dónde estarían ahora. Atrajo especialmente su atención el retrato de una niña de rostro poco agraciado que posaba muy rígida; usaba un vestido de brocado y sostenía sobre un dedo un loro verde. Sus ojos la observaban con mirada aguda y ansiosa.

EL JARDÍN SECRETO  Frances Hodgson Burnett Donde viven las historias. Descúbrelo ahora