XV

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CONSTRUYENDO EL NIDO.

L

uego de otra semana de lluvia, de nuevo apareció el alto arco del cielo con un sol que calentaba fuertemente. Aun cuando Mary no había podido ir al jardín secreto ni ver a Dickon, se había divertido mucho conversando con Colin. Miraron espléndidos libros y, en más de una ocasión, leyeron por turnos. Cuando el niño estaba entretenido, Mary olvidaba que era inválido.

Un día la señora Medlock le dijo a Mary: —Usted actuó muy astutamente la noche que salió de su dormitorio tratando de averiguar lo que pasaba. Pero ha sido una bendición para todos. Desde que se hicieron amigos, él no ha tenido rabietas, e incluso la enfermera, que tenía la intención de abandonar su puesto, ha decidido quedarse.

Al conversar con Colin sobre el jardín secreto, la niña era muy cauta. Quería averiguar, sin hacerle preguntas directas, si era la clase de niño que podía guardar un secreto. Sin demostrar tanto interés como Dickon, a Colin también le entusiasmaba la idea de un jardín escondido, lo que tal vez indicaba que se podía confiar en él.

Mary pensaba en la posibilidad de llevarlo al jardín sin que los demás lo descubrieran. Creía firmemente que el aire fresco, Dickon, el petirrojo y el ver crecer las plantas, le harían olvidar su obsesión por la muerte. Días atrás, al mirarse en un espejo, ella se percató de lo mucho que había cambiado desde su llegada de la India; incluso Martha lo había notado. Podía ser que a Colin le sucediera otro tanto, aunque era posible que no aceptara que Dickon lo mirara.

—¿Por qué te enojas cuando te miran? —le preguntó un día.

—Siempre lo he odiado —contestó—. Incluso de pequeño. Cuando me sacaban en la silla, la gente se paraba a hablar con la enfermera sobre mí. Otras personas me palmeaban la cara y decían: "¡Pobre niño!". En una ocasión grité y le mordí la mano a una señora; ella se asustó tanto que salió corriendo.

—Me extraña que no gritaras la noche que entré a tu pieza —dijo Mary sonriendo.

—Creí que eras un fantasma o un sueño, y éstos no desaparecen si gritas.

—¿Te enojarías si un niño te viera? —preguntó con cierta incertidumbre.

—Hay un niño —dijo lentamente, como si pensara cada palabra— que no me importaría. El es Dickon, que sabe en donde viven los zorros y encanta a los animales.

Esta conversación dio a Mary la certeza de que no tenía que temer por Dickon.

La primera mañana que el cielo mostró su color azul, Mary despertó temprano. Tan alegres eran los rayos del sol que traspasaban las persianas, que saltó de la cama, abrió la ventana y, junto con aspirar el aire fragante, vio el páramo que se extendía ante sus ojos. Su color azul le pareció obra de magia.

Corrió hacia fuera deteniéndose a observar el pasto que en pocos días se había tornado verde intenso. El sol la calentaba mientras escuchaba los gorjeos y cantos provenientes de los matorrales. Juntó sus manos y alegremente miró los colores primaverales mientras sentía el impulso de cantar muy fuerte, tal como lo hacían en ese momento tordos y petirrojos. Sin poder contenerse, corrió a través de los senderos hacia el jardín secreto.

—Se ve diferente —dijo—. El pasto está más verde, todo florece y las hojas se están desarrollando. Estoy segura de que esta tarde vendrá Dickon.

La larga e intensa lluvia había tenido extraños efectos en las plantas que bordeaban el muro. Por aquí y por allá se vislumbraban tallos púrpura y amarillos. Seis meses atrás la señorita Mary no se habría dado cuenta de que el mundo despertaba; en cambio ahora no perdía detalle.

EL JARDÍN SECRETO  Frances Hodgson Burnett Donde viven las historias. Descúbrelo ahora