Yo te vi crecer

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Estaban ahí, besándose, comiéndose la boca, lamiendo la saliva del otro y acariciando la lengua con sabor a menta por culpa de esos chicles que llevaba toda la noche masticando para que el olor a alcohol no sea tan cantoso al llegar a casa. Se estaban besando. Y no podía ser un beso tranquilo, de esos de películas en los que la música suena de fondo y la lluvia cae sobre los hombros.

No.

Tenía que ser un beso que olía a porno desde un kilómetro de distancia, de esos en los que se te olvida respirar, que te falta cuerpo para tocar a el otro y manos para agarrar carne. Era un beso que no sólo se da con labios, sino con caderas hundidas, con dientes que desgarran el cuello, con sonidos graves que duelen en el pecho.

Y Oikawa no tenía ni idea de cómo habían llegado a esa situación cuando minutos antes habían estado peleándose como críos en el barro.

Joder, Iwa-chan, ¿Ya la tienes así?

No es que a él le moleste la presión que siente en el muslo, para nada, hace el efecto contrario a un relajante muscular. Es cafeína pura metida en vena. Pero no quiere precipitarse, no después de tanto tiempo, y menos para una simple noche. Su corazón acabaría seco si sólo fuese una noche más para su mejor amigo.

Lo peor es la tentación, ese incesante movimiento que hace contra su cuerpo. Oikawa también quiere hundir sus manos en el pelo y tirar de él, aunque este año lo lleva demasiado corto y posiblemente se le escape en cuestión de segundos. Quiere tirarlo al suelo de esa terraza vacía y hacerle olvidar que dentro están todos los del equipo y se están despidiendo de ellos porque en un mes se irán a la universidad.

¿Cómo hemos llegado a esto?

A esa tensión incontrolable, aguantándose las ganas y huyendo miradas. Porque Oikawa lo sabe, que Iwaizumi lo miraba de más cuando se cambiaban de ropa en los vestuarios, que repasaba su espalda cuando la camiseta cae sobre el taburete, o cómo se lo comía con los ojos cuando estaba demasiado desnudo a su alrededor y lo echaba a patadas con cierto sonrojo en las mejillas. Lo sabe porque hace lo mismo, le encanta pasarse horas mirando cómo practica los saces, lo bien que se le da dirigir a los demás -incluso más que a él-, lo mucho que le gustan esos ojos verde oliva cuando brillan por ver alguna película de Godzilla.

Y es que, él lo ha visto crecer, ha navegado por cada recuerdo de su infancia y ha estado ahí superando sus gripes. Conoce lo mal que se le da hacer sopa, pero lo bien que cocina lasaña. Estuvo ahí cuando rechazó a una chica y ella casi le pega porque no tuvo tacto, pero qué se le va a ser, es tan bruto como un neandertal y a eso no hay nadie quien lo gane.

Quizás es por eso que lleva siendo toda su vida pesado con él, para que le vea y que no aparte la mirada. Que se deje de chorradas y le siga los pasos porque si no está él a su lado nada tiene sentido. Quizás es precisamente porque está enamorado de él desde que tiene uso de razón para comprender enteramente la palabra amor, que flirtea con cualquiera con tal de que se enfade y lo arrastre hacia la cancha, lejos de las gradas. A su lado, donde pertenece.

Oikawa comprendió hace mucho tiempo que los besos con sabor a frutas no le gustaban, que el glosh brillante es demasiado pegajoso para sus labios y le gusta más la piel sin perfume, más morena que blanca, más dura que tierna. Fue con apenas catorce años, un retaco que no sabía deletrear S-E-X-O pero que su mano buscaba en su piel lecciones exprés a la fuerza, por las noches y en silencio, que aprendió lo difícil que sería volver a ducharse con su mejor amigo en los vestuarios. Él tenía claro que toda la culpa la tenía Iwa-chan, con su espalda demasiado ancha, la línea que bajaba como un río hacia el mar desde sus caderas hasta a-saber-donde porque prefería no pensar en lo que había debajo de sus calzoncillos negros y ceñidos.

Yo te vi crecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora