Prólogo

119 4 2
                                    

Es navidad

   Al otro lado de la ventana del hotel todo es nieve. Todo está blanco y tranquilo, o a punto de estarlo  Sólo las farolas muestran signos de vida cambiando de color sobre las calles desiertas que más parecen trunda el asfalto. Ni siquiera los quitanieves amarillos que me distraen con su estruendo de mis pensamientos dan abasto con la tormenta.
     Es una tormenta de nieve tan implacable como todas las de Salt Lake City. Los de aquí están muy orgullosos de sus ventiscas y cualquier nativo tiene alguna anécdota invernal que contar. Las historias siempre empiezan por: 《¿A esto lo llamas tormenta?》 Van cobrando importancia a partir de ese momento como las batallitas que cuentan los canosos veteranos de guerra. Es un defecto característico de los orundios de climas fríos: nos sentimos superiores a cualquiera que tenga el suficiente sentido común para vivir en otro sitio.
      Recuerdo que cuando era pequeño, una noche de navidad estalló una tormenta impresionante. Mi padre solía dar por concluida la Navidad varias semanas antes de que llegara, y la noche del 25 ya había desnudado el árbol y lo había sacado a la calle para que lo recogieran los del Ayuntamiento. Pues bien, esa misma noche estalló una tormenta y al día siguiente el árbol estaba enterrado bajo un metro y medio de nieve. Nos olvidamos de él hasta abril,   cuando el deshielo dejó el descubierto una rama de abeto asomando entre el blanco. Fue la misma Navidad en que mi madre nos dejo.

     Está noche, desde mi ventana de la séptima planta, veo a un hombre con parka y gorra quitar la nieve con una pala delante de la entrada del hotel. La nieve cae casi deprisa como él la retira. El mito Sísifo de Salt Lake.
      Es una noche para estar en casa, para reunirse con los seres queridos en torno a la chimenea con una taza caliente en la mano, disfrutando de los sucesos del día. ¿ Por qué entonces estoy solo en un hotel cuando mi mujer, Allyson, y mi hija Carson están a pocos minutos de aquí?
       Un coche avanza muy despacio por Main Street hendiendo la oscuridad con los faros. Se desliza impotente de lado a lado, con los limpiaparabrisas a toda velocidad, mientras las ruedas giran, resbalan, corrigen la posición, se agarran y resbalan de nuevo. Me imagino al conductor: cegado, temeroso de parar, igualmente temeroso de seguir adelante. Me identifico con él. Yo me siento igual al volante de mi vida.
      No sabría señalar mi primer mal paso, no sabría muy bien decir qué cambiaría de poder volver atrás. En mi mente se suceden las preguntas, la mayor parte de ellas sobre lo desconocido. ¿Por qué vino a mi? ¿Por qué me habló de esperanza cuando mi futuro, o lo que queda de él, parece tan yermo como el paisaje de invierno? Habrá quien piense que mi historia comenzó al encontrarme con el desconocido. Pero lo cierto es que lo hizo mucho antes, hace ocho años, un cálido día de junio, cuando Allyson que todavía no era mi mujer, viajó a su Oregón natal para ver a su padre. Resulta irónico, porque todo empezó un día perfecto y termina en el peor de los días.
     Debería decir 《 va a terminar 》,ya que si el desconocido tiene razón ( y he descubierto que siempre la tiene), sólo me quedan seis días de vida. Seis días que pasaré solo, no porque lo quiera, sino porque es lo adecuado. Tal vez la soledad sea mi penitencia. Espero que Dios lo considere así, porque no queda tiempo para sanar corazones. No queda tiempo para cumplir una promesa rota. Sólo queda tiempo para recordar lo que fue una vez y todavía debería ser.
      Mis pensamientos vagan, primero hacia el desconocido, luego más atras, hace ocho años, cuando Allyson fue a su casa a ver a su padre. Al principio de la historia. Un día perfecto.

Un Día Perfecto | Mark Mckenna Where stories live. Discover now