I EL ÁLAMO

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CAPÍTULO PRIMERO

1910

Sí José de la Cruz Miranda hubiera sabido que iba a morir en su primera y última misión como sacerdote recién salido del seminario, no lo hubiera creído, como no creyó que su sueño de volverse un santo fuera tan difícil.

Antes, más que ahora, la vida del misionero religioso era un camino de incertidumbres. Por lo general si llegaba a una población amistosa y con ganas de aprender lo exótico de la religión, se quedaba, convivía y al final era aceptado por los aldeanos, eso en el mejor de los casos. Pero, lo más común era que dicho religioso, o religiosa, porque se atrevía, también el bello sexo, era rechazado por muchas razones por su nueva grey. Así que el religioso, si tenía suerte, se retiraba del lugar, sacudía las sandalias como bien dijo Jesucristo y se marchaba. Eso también en el mejor de los casos.

Todo eso lo sabía José de la Cruz cuando desembarcó, en mil novecientos diez, en el puerto de Amapala, La Isla del Tigre, Honduras. Era un domingo y la gente se arremolinaba al pie de la embarcación esperando alguna venta o conseguir algún beneficio de los recién llegados. Había salido de Perú el día 20 de septiembre, un martes y ahora llegaba un domingo después de dos semanas continuas de viaje. Se sentía agotado físicamente, pero muy fuerte espiritualmente.

Durante toda la travesía se había preparado mentalmente para la prueba y no le parecía tan dura como por ejemplo muchos de sus compañeros que habían sido enviados al corazón del Amazonas. Aunque se decía que no importaba el lugar sino la misión a la cual se les enviaba: evangelizar y convertir a la fe católica poblaciones enteras.

"El Señor –solía decirles el padre superior— debe ser como una bomba que cae sobre una población y la transforma. La salva para su reino"

José de la Cruz estaba convencido de esto y no tenía ningún problema para lanzarse al mundo dejando a su padre, a su madre y a toda su familia atrás para dedicarse por miles de desconocidos a alcanzar el reino de Dios. Noble misión en la vida, porque:

"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si al final pierde su alma?"

Descendió del barco con paso vacilante y dos maletas, una en cada brazo, hacia el puerto. Allí tomó una panga que lo llevó, despacio y por un mar que ahora, al verse sobre cosa tan frágil como una lancha, parecía nada Pacífico. Tardaron treinta minutos en llegar a tierra firme desde la isla que no le llamó para nada la atención.

—A este poblado, padre –le dijo el hombre que iba con los remos—, le llamamos El Coyolito. Aquí a casi todo le ponemos nombre de planta.

—Ah, sí.

—Sí, padre.

Aun no se acostumbraba a que le llamaran padre, pero poco a poco le iba tomando el sabor. El problema era la edad. Él apenas tenía veintiocho años y el hombre que le estaba hablando casi cincuenta. Era algo incongruente con la realidad. ¿No?

Llegaron al Coyolito, entonces, y allí arrimando la panga, sus viajeros, que además del padre eran cinco más, fueron descendiendo uno a uno con cierto grado de temor en los rostros. La comunidad era muy sencilla y apenas estaba habitada. Apenas un par de casas a ambos lados de una carretera hecha a mano y polvorienta por donde, a pesar de que en muchos países ya los trenes eran el transporte más común, en Honduras parecía que seguían usando diligencias.

No era así, la gente viajaba en grupos grandes y lo hacían a lomos de bestias. Eso le explicó un hombre de tez curtida que iba para Nacaome, un pueblito que quedaba a pocas leguas, pero más o menos a un día de viaje.

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⏰ Última actualización: May 05, 2017 ⏰

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