Homenaje

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Subo corriendo las escaleras, presa del pánico. Tropiezo con uno de los juguetes de Nathan. Cualquier otro día me hubiese enfadado con él a su vuelta del colegio, pero hoy no. Hoy no puedo. Creí que no lo conseguiría, pero aquí estoy. En casa, a salvo. Eso sí, histérica. Esos rugidos me están taladrando el cerebro. Me acerco hasta la ventana de la cocina y se me revuelven las entrañas de nuevo al contemplar esa jauría de seres putrefactos.  ¿Cómo pueden seguir moviéndose? ¿Se supone que están muertos? Aun así, reconozco entre tanta abominación descerebrada a nuestros vecinos, los Sweethome. Por Dios bendito, ¡ella está prácticamente irreconocible! Pobrecita, con lo guapa que era; seguro que ahora mi marido no la miraría tanto. Siempre pensé que lo del virus J que decían en las noticias era propaganda Republicana.

Me noto mareada, cansada, como que me pesan los brazos. Son los nervios, seguro. No lo conseguirán, no lo conseguirán, me digo; es imposible que puedan atravesar ese alocado gentío infecto, pero Edward es fuerte, cogerá a Nathan en brazos y se abrirá paso a golpes si es necesario, aunque no es nada agresivo. Qué razón tenía mi pobre madre, aún la oigo gritar que no nos fuésemos a vivir a la montaña: Silent Forest era solo para las cabras.

Mis piernas me fallan. Me siento, temblorosa, e intento encender un cigarrillo. De repente oigo unos contundentes golpes en la puerta del sótano que me aterran por completo. Sonido metálico. ¿Cómo puedo percibirlo tan claro? Están intentando forzar la entrada del garaje. Tengo que buscar algo para defenderme por si logran entrar, pero estoy torpe y sin ánimo. Qué desasosiego, es que ya no puedo más, me dan ganas de echarme a llorar, pero pienso en mi pequeño e intento coger fuerzas. Me levanto y camino con temerosa lentitud hacia el salón, en busca del atizador que tenemos bajo la chimenea.

Percibo pasos. Cada vez más cercanos. Han entrado. Siento pavor. Me paraliza. Vamos Rose, espabila. No me atrevo ni a girarme. Continúo y me agacho a coger el atizador cuando de repente las pisadas se acercan rápidamente y en una décima de segundo noto unos brazos que se me echan al cuello, gritando: ¡mami, mami! Giro levemente la cabeza, aún en cuclillas, y veo el amado rostro de mi hijo. Por fin, ¡lo han logrado! Me inunda un sentimiento de júbilo que hacía años que no sentía. Me abalanzo loca de alegría a besarlo cuando inconscientemente clavo mis dientes hasta lo más hondo de su pequeña garganta. Recibo un potente chorro de sangre al tiempo que  oigo retumbar mi nombre con un intenso y desgarrador alarido: ¡¡Rose!! Levanto velozmente la cabeza, con el sangrante trozo de cuello aún en mi boca e intento, al verlo, pronunciar el nombre de mi marido, pero solo emito un atronador gruñido. Una brutal patada en la cabeza me arrebata a Nathan y me revienta todas las vértebras cervicales.

Al despertarme, sentada en una silla, percibo un desagradable olor, una mezcla de sangre y líquido postular. Siento miedo. Miedo y asco de mí misma. Estoy atada de pies y manos y mi marido me contempla desde el sofá, con el atizador sobre sus rodillas. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero mi hijo sigue ahí tumbado, inmóvil en un charco de sangre. Mi cabeza me baila sin control pero me concentro en esa sangre, roja, fresca y humeante. Algo me tapa la vista, es Edward que se acerca a mí, con los ojos enrojecidos. Ha llorado. No sé si por mí o por el pequeño. Quizá un poco por los tres, últimamente no atravesamos un buen momento; las exequias de mi madre, la mudanza, el colegio de Nathan, el nuevo trabajo de Eward como farmacéutico... Me saca de mi ensimismamiento verlo levantar el atizador con tal decisión que sé que sería mi fin, pero se lanza al sofá agarrado a una de sus piernas, aullando de dolor. ¡Bien, Nathan, ese es mi chico!


A la mañana siguiente, los tres estamos cogidos de la mano, contemplando desde el balcón del salón la envidiable vista de nuestro jardín con la gran montaña al fondo. Un desalmado estaba clavando la estaca de nuestro recién pintado buzón en el rostro del señor Sweethome. Desconozco el motivo. Mi marido y yo nos miramos, nos gruñimos cariñosamente. Sin duda estábamos de acuerdo; la idea de poner en mayúscula la primera letra de nuestro nombre al lado del número de parcela fue muy acertada. Desde lejos podía leerse: R E 7. Muy musical. El susodicho se nos queda mirando con muy mala cara, amenazándonos con su bate de béisbol. Habrase visto. ¿Qué le hemos hecho?  Este barrio se está volviendo muy agresivo. La crisis.
Bueno, como dice el refrán, no hay mal que veintiún años dure, o algo así... Lo importante ahora es que volvemos a ser una familia feliz. Hay que celebrarlo: esta noche cenamos fuera.  

Una familia felizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora