Lázaro y el trotamundos

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Iba yo por los caminos del pueblo cuando me encontré una moneda, de poco valor, rodando por la calle y un hombre con un mapa y una cantimplora a cuestas corriendo tras ella.

Al ver al pobre hombre tan desesperado por coger dicha moneda, empecé a correr tras ella también yo, hasta que logré atraparla.

-¡Gracias por coger mi moneda, muchacho! Necesito alquilarme un caballo para ir a Toledo y era lo que me faltaba para llegar al precio. ¿Cómo puedo compensarte este favor tan grande que me has hecho?

-Verá... ando buscando amo, ¿sabe de alguien para quien pueda trabajar?

-¡Yo mismo, muchacho! Suelo viajar a menudo y me hace falta algo de compañía, estoy harto de viajar solo. Podrías venirte conmigo, si gustas.

-¡Encantado!- finiquité el diálogo con gran entusiasmo.

***

Así fue como empecé a servir para este hombre, llamado Guillermo, y que resultó ser un trotamundos.
Con éste, mi nuevo amo, he vivido múltiples aventuras por muchos lugares de Toledo y sus alrededores, aventuras que no olvidaré jamás.

Una de estas aventuras ocurrió mientras asistíamos a una fiesta de la alta sociedad, en Ciudad Real. Un clérigo que por allí andaba y el cual conocía a mi amo, nos invitó a ambos a una nueva iglesia que inauguraría su sobrino, en la que habían incorporado nuevos frescos y retablos que trajeron de París.
Obviamente mi amo aceptó la invitación, por lo que en una semanas estaríamos rumbo a Madrid, donde se encontraba la iglesia que inauguraría el Padre Héctor, el sobrino de Don Anselmo, el clérigo.

Los precios de las diligencias estaban por las nubes pero, para nuestra suerte, no tuvimos que pagarnosla, ya que se ofreció, y muy gustosamente, el Padre Anselmo; acto que a mí me extrañó en gordo, ya que los clérigos eran todos de puño cerrado y, me atrevería a decir, que muchos hasta les echan el candado.

A la semana estábamos en Madrid, entusiasmados como nadie y deseosos, por vez primera, de ver una iglesia y los retablos que ésta contendría.
Fue a la tarde cuando se dio comienzo a la inauguración de la iglesia. Después de la inauguración nos invitaron a un banquete en honor a la nueva iglesia y más tarde pasaríamos todos adentro para admirarla.
El banquete estuvo exquisito, maravillosamente organizado; y los platos para chuparse los dedos, cosa con la que yo no me corté un pelo y por más gente que hubo me los lamí y relamí con mucho gusto.

Al fin llegó el momento que todos estuvimos esperando: entrar a la iglesia y admirar esos frescos traídos del mismísimo París que debían ser Gloria Bendita.
Cuando entramos todo era muy normal, una iglesia como otra cualquiera. Era al ir adentrándonos en ella cuando iba ganando belleza y esplendor a cada paso que íbamos dando. Los frescos eran impresionantes, dignos de París, y los retablos eran preciosos, toda una reliquia.

Serían sobre las nueve cuando terminamos la visita y salimos todos al patio; pero apenas unos minutos más tarde, cuando todos nos dirigíamos ya a nuestras casas y posadas, llegó el Padre Anselmo, con tal semblante que parecía que se moría allí mismo, acompañado de su sobrino, al que también se le había ido la color toda. Uno de los presentes hizo la pregunta que todos estábamos deseando hacer:

-¿Qué ocurre Don Anselmo?

-Que fa... que..., que fal... -Intentó decir, sin éxito, el Padre Héctor.

-¡Que falta uno de los retablos! -Terminó su tío.

Nos quedamos todos boquiabiertos cuando el Padre Anselmo mencionó tales palabras y, los más religiosos, hasta rompieron a llorar.

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⏰ Última actualización: Jun 12, 2017 ⏰

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