La foto que ríe

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La foto que ríe

Cuando yo tenía ocho años mi padre fue diagnosticado de esquizofrenia. Pasé diez años sin saber lo que era una buena noche de sueño. Él solía tener ataques de pánico todas las noches y emitía gritos verdaderamente terribles. Teníamos que mudarnos frecuentemente pues ningún vecino nos soportaba. Y mi madre jamás quiso dejarlo al cuidado de otra persona. De la forma que fuera, ella lo amaba.

Mi padre nunca dio señales de algún problema mental. Por lo menos no hasta aquel accidente en la fábrica. Él trabajaba en una enorme fábrica encargada de crear piezas específicas para camiones. Eso, por supuesto, en una época donde no había robots que hicieran todo por ti. Un pequeño descuido, y listo. Mi padre quedó invalido de por vida.

No recuerdo muy bien, pero mi madre me contó que ni siquiera me extrañé cuando mi padre fue dado de alta y regresó a casa sin uno de sus brazos. Nunca me lo explicó bien, pero por algún motivo legal la empresa se rehusó a pagar cualquier tipo de indemnización. Fue así que mi padre acabó sin su brazo derecho, sin dinero y sin la capacidad de conseguir otro trabajo. Y claro que su mente no lo pudo soportar. Desde mis tres y hasta los seis años, lo vi muy pocas veces. Familiares y amigos iban a nuestra casa preguntando si había muerto debido a su repentina desaparición, y mi padre gritaba desde la habitación que sí. En cierta forma, él realmente estaba muerto.

Un día antes de mi séptimo cumpleaños recuerdo haber hecho una oración. Hoy, me considero ateo, pero aquellas palabras suplicantes dichas de rodillas al pie de la cama aún están en mi mente. Como si una parte de todo eso que sucedió fuera mi culpa. Le pedí a Dios que contentara a mi padre, para que no siguiera tan triste. Fui a dormir, y cuando desperté, mi padre estaba en la cocina preparando un café —algo que no había hecho en los últimos tres años—.

Con una sonrisa dibujada de forma tenebrosa en su rostro, él relataba un sueño que tuvo la noche anterior. Un hombre de apariencia extraña solo lo observaba y reía. Y en una especie de contacto mental le había hecho una petición. Mi madre no entendía de lo que hablaba mi padre, pero se contentó con el hecho de que pudiera salir de la habitación aunque sea un día. Mi padre gritaba, sin darse cuenta de que había levantado la voz, que no había sido un sueño y que dicho hombre le había enviado una carta. Nos enseñó la correspondencia que había llegado aquel día. Una de ellas tenía una nota que decía «Pide un deseo», y una foto en blanco y negro de un hombre con apariencia andrógina con los ojos cerrados. Entendía muy poco la conversación de los adultos mientras tomaba mi café de la mañana, pero ver a mi padre sonreír después de tanto tiempo fue el mejor regalo que pude recibir. Mi madre hizo un pastel, cantamos y comimos. No tenía muchos amigos, por lo que mis cumpleaños eran celebrados de una forma sencilla.

Los años de horror de mi infancia comenzaron al día siguiente. Despertamos con un grito de mi padre. Me levanté de la cama asustado y corrí a la habitación de mis padres. Al llegar ahí, me encontré con mi madre sentada en la cama, con una mirada desencajada y mi padre de pie gritando: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Mi brazo ha nacido de nuevo! ¡Tengo dos brazos otra vez!».

Apenas me mantuve de pie, intentaba entender lo que sucedía. Por más que él insistía en decir que su brazo había crecido de nuevo, cualquiera podía ver que continuaba incapacitado. Corría por la casa tomando objetos imaginarios y gritándonos: «¿Ven eso? ¿Están viendo eso?». Intentó conseguir un empleo, pero no pudo porque no tenía el brazo. Cuando contó y «mostró» a sus amigos, nadie era capaz de ver su brazo, pero él se afianzaba en su posición.

De ser un hombre deprimido, pasó a ser un sujeto agresivo con cualquiera que no creyera en su historia del brazo imaginario. Eso no resultó en ningún problema durante un buen tiempo, hasta que comenzó a decir que unas escamas le habían comenzado a nacer en el brazo. Decía que poco a poco iba perdiendo el control de aquel miembro, como si pudiera controlarse a sí mismo. Y así comenzaron las noches de sueño perdido debido a los gritos de mi padre.

Con mucho esfuerzo un médico lo examinó y concluyó que era esquizofrénico. Desde esa fecha mi madre decidió que la mejor opción era dejarlo encerrado en una habitación para que no se convirtiera en un peligro para mí. Puede que esa actitud resultara egoísta y absurda, pero en los ochentas así solían tratar a las personas con cualquier tipo de problema mental. Era toda una cuestión cultural de la época.

Descubrí un mundo nuevo. Estudié, hice amigos, conocí lugares y me distancié cada vez más de mis padres. De vez en cuando llamaba para saber cómo estaba mi padre. Siempre era el mismo, con las mismas crisis nocturnas. Mi madre continuaba cansada cuidando de él. Yo seguía demasiado ocupado con mi propia vida. Las únicas ocasiones en que los visitaba era para llevar dinero, las cosas se habían puesto difíciles desde que mi padre dejó de trabajar.

A pesar de todos esos acontecimientos de la infancia, nada me pudo preparar para la pérdida que vendría. Me quedé helado con el teléfono en el oído. Tener que escuchar aquellas palabras, «Tu madre falleció», me golpeó como una puñalada en el vientre. Como si una parte de mi hubiera sido arrancada. Tener que identificar el cuerpo y verla con el rostro completamente desfigurado fue una tortura.

La casa no tenía señales de allanamiento o cualquier tipo de invasión. La policía fue hasta el lugar solo porque los vecinos escucharon gritar a mi padre durante horas. «Yo la maté, yo la maté».

El problema es que por más que mi padre gritara que él la había asesinado y que debía ser encarcelado, nadie le haría mucho caso a una persona fuera de sí. Y lo más extraño fue cuando los peritos confirmaron que las heridas habían sido hechas por una persona diestra. Y ya que mi padre no tenía el brazo derecho, él no podía ser el asesino.

Ahora era mi responsabilidad cuidar de él. Pero ni siquiera podía mirarlo a los ojos. No importaba lo que la policía dijera, yo sabía la verdad. Yo sabía quién había matado a mi madre. Mi padre era un hombre común y eso era lo que más me asustaba. Era como Hannibal Lecter. Transpiraba psicopatía con una calma y tranquilidad indescriptible.

—Sabes que no me puedo quedar contigo, ¿verdad?

—Claro. Y yo no quiero —respondió con una mirada seria, pero pude ver una lágrima luchando por no caer.

—Voy a pagar el mejor asilo aquí en la ciudad...

—Te quiero, hijo —me interrumpió. Yo quería decir que también lo amaba. Mis labios temblaron, pero no salió nada.

—Te llevaré mañana. ¿Está bien?

—Yo no la maté. Quiero decir, yo la maté, pero... yo no quería.

—Eso ahora ya no importa papá.

Sacó un papel doblado de su bolsillo y me lo entregó. El papel olía a viejo.

—Pedí de forma incorrecta. Traté de volver a pedir el deseo, pero creo que él solo lo cumple una única vez. Necesitas saber eso hijo. No me importa si tengo que morir, es necesario que lo sepas.

Abrí el papel que me había entregado. Era aquella misma foto, la del hombre de ojos cerrados que había recibido un día antes de que toda esta pesadilla comenzara. Guardé el papel sin darle mucha atención y salí.

—Cuidado con lo que deseas hijo. Me dijo mientras me alejaba.

Pasó un año desde que mi madre murió y mi padre fue a vivir al asilo. Nunca lo visité desde entonces. Y aquella foto permaneció guardada junto a otras cosas viejas. En mi cumpleaños veintisiete, el rostro de mi madre no salía de mis pensamientos. Recordé cómo solía prepararme un pastel de limón, mi favorito. Recordé cómo convertía en todo un ritual el cantarme las mañanitas a las 10:27, la hora exacta en que nací. Y cómo era la única que me entendía, y de cómo la deje sola, con la responsabilidad de cuidar a un loco.

Tomé la foto vieja del interior de una caja y la miré fijamente. Me sentí un estúpido por si quiera pensar en esa posibilidad. Apenas le susurré: «Quiero ver a mi madre de nuevo», y sentí cómo la foto se quemaba en mis manos. Y aquel hombre abrió los ojos y sonrió. Dejando de lado el hecho de que la foto se había movido frente a mis ojos, aquella sonrisa era tenebrosa, casi burlona.

Te estarás preguntando si los deseos hechos a aquella imagen aterradora se realizan. Sí, se cumplen. Yo volví a ver a mi madre. Ahora, a donde quiera que voy, ella está conmigo, observándome. Con el rostro completamente desfigurado. Caminando con pasos torpes casi convulsionando. Con las gotas de sangre fresca escurriendo por su tórax. Daría cualquier cosa para no volverla a ver.

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