El Mundo de Teo

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Por alguna extraña razón el diálogo que mantuve con Teo ese día, se apropió de mi mente, de mi subconsciente, como un virus que infecta todo lo que toca y se hace imposible de erradicar. Mientras más luchaba contra el recuerdo de sus palabras, más profundo se arraigaban. En cuestión de semanas se transformó en una epidemia psicológica, contaminando cada recuerdo y cada nueva experiencia. Me destruyó por completo, desgarró mi vida de adentro hacia afuera: comenzó con mi personalidad, continuó por mi familia y terminó con mis amigos. Pero les estaría mintiendo si digo que todo fue agonía, claro que no, íntimamente yo quería que pasara, yo quería ser arrastrado a su mundo. Y también creo firmemente, que todos alguna vez tuvieron el deseo de ser tan auténticos como Teo, pero el miedo a las miradas ajenas, al rechazo social, los encadenó a este mundo, el de los normales. Las personas lo ignoran, pero el miedo es lo único que mantiene unido a este mundo fragmentado.

Si persisten en leer este relato, deduzco que sus motivaciones son las mismas que yo tuve aquél día que conocí a Teo; al principio resulta difícil ponerlas en palabras, pero créanme que hacia el final de la lectura esa neblina mental se disipará. La indiferencia no será posible.

Si hay algo que ustedes pueden aprender de todo ésto, es a no intentar disuadir a un suicida de encontrar su muerte. Simplemente déjenlo ser. A menos, claro, que quieran encontrarla juntos.

Recuerdo que fue un domingo, había salido de paseo con mi mujer y mis dos hijas, la idea era visitar el zoológico porque las niñas querían ver las jirafas y los leones. Viajando en auto tomamos la ruta 27 hacia Edilia; mientras cruzábamos el puente colgante, que desemboca en la ciudad, vi de reojo una melena alborotada por el viento al otro lado de la baranda de contención. Me llevó unos segundos interpretar aquella imagen; supuse que alguien intentaba saltar al río y obviamente sentí la urgencia por hacer algo.

Recuerdo que me estacioné con las balizas prendidas y le dije a mi mujer que siguiera con el auto hasta el final del puente, que llamara a emergencias y explicara la situación. Yo me quedé para hablar con el tipo hasta que llegara la policía.

― ¡Oye! ¿Estás bien? ―fue lo único que se me ocurrió.

El tipo giró su cabeza para mirarme y me clavo los ojos por unos cinco segundos, quizás más. No parecía nervioso, estaba sentado con total naturalidad en el borde del puente, moviendo los pies como un niño despreocupado. Eso sí era extraño, pero lo que captó mi atención fue que mientras se fumaba un cigarro, miraba las nubes. Cualquiera que tuviese la intensión de saltar al río, no miraría las nubes, miraría hacia abajo, pensando, midiendo su caída.

― ¿Fumas? ―me preguntó, mirando el cielo.

― ¿Estás bien? Mira, si quieres un cigarrillo ven de este lado de la baranda y te invito un paquete entero, ¿qué dices?

― Por qué no vienes tú de este lado y yo te invito un cigarro a ti, ¿qué dices?

― ¿Qué? Escucha, solo quiero que no te caigas, dame tu mano y te ayudo a subir.

― No gracias ―me respondió sonriendo―. Hay mucha seguridad de aquél lado, me gusta aquí.

En ese momento supe que estaba frente a un loco, nadie en su sano juicio se sentaría a disfrutar un cigarro a cien metros de altura. No sabía qué hacer, estaba nervioso, más que él aparentemente; no podía irme sin hacer nada y si esperaba a la policía podía ser muy tarde. Así que improvisé.

Con cuidado crucé la baranda y me senté junto a él, la idea era asegurarme que no se tirara ni se cayera por accidente.

― Alan ―le dije, extendiéndole la mano.

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