LAS INCREÍBLES VENTAJAS DE LA RETENCIÓN DE LA EYACULACIÓN DURANTE EL COITO
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Renato y Paola
Han pasado dos meses…
Renato llega a casa procedente del despacho en el que ejerce de abogado desde hace algunos años. Abre la puerta y al traspasarla ve a su mujer sentada en uno de los sillones que hay en el salón. Tiene una pierna doblada sobre su regazo y viste un pantalón gris y una camiseta blanca de manga larga con un ligero escote. Con una mano sostiene un libro y con la otra se frota detrás de la cabeza, como si los quehaceres del día le hubieran dejado esa zona dolorida y necesitara aliviar las tensiones. El pelo liso y suelto le cae sobre la frente y a veces le impide leer, por lo que de tanto en tanto se lo aparta con un gesto que, aunque inconsciente, se revela como algo tremendamente femenino. No levanta la vista a pesar de que sabe que su marido se dirige hacia ella. Él ha dejado la cartera en el rincón de siempre y se ha quitado primero la chaqueta y después la corbata. Se acerca y sin decir nada se sitúa a su espalda y le masajea los hombros. Ella sigue leyendo, lo único que cambia es que su mano, en vez de acariciar su propia nuca, se agarra ahora a uno de sus brazos. Todavía siente la hinchazón en el sexo desde que al despertase esa misma mañana, poco antes de marcharse los dos al trabajo, él la hubiera penetrado y llevado otra vez hasta el clímax. Parece un milagro, pero después de mucho tiempo recorriendo un páramo desierto se ha vuelto a enamorar, aunque «tal vez —piensa ella mientras cierra los ojos y siente cómo sus recias manos se deslizan por su espalda entumecida—, no se trate de amor, tal vez de lo que se trata y de lo que siempre se trató es tan sólo de sexo», un sexo al que dejaron languidecer casi sin darse cuenta, pensando que lo que les había unido era un amor que después de dos años parecía que no hubiera existido, que hubiera sido un espejismo más fruto de su necesidad que de algo real. Un amor en el nombre del cual pronunciaron palabras que parecían ciertas pero que luego se alejaron de ellos con la misma levedad que la hojarasca lo hace arrastrada por el viento en medio del otoño, juramentos sellados con besos y caricias que daban la impresión de que serían eternos, cosas que continuaron diciéndose después a pesar de que la pasión era evidente que se había marchado, pero ¿cómo fue que les abandonó?, ¿en qué momento sucedió la catástrofe? Ella no podría decirlo. Pero lo que sí podría decir es que ya no estaba dispuesta a vivir sin aquello.
Las manos de él buscan el broche del sujetador y lo liberan. Sigue detrás de ella, amasando sus hombros, buscando con sus dedos los huecos que dejan las clavículas, pellizcando la carne que hay en la base del cuello, masajeándola el cabello y los huesos del cráneo, para después, con un gesto calculado y fugaz, bajar hasta sus pechos y estrujárselos, agarrar los pezones y continuar luego por los brazos mientras se inclina y le lanza el aliento en la oreja y la muerde, mientras le susurra al oído que no ha podido dejar de pensar en lo de esa mañana, que ha tenido la polla endurecida durante todo el día, que ha incluso temido que sus propios fluidos le mancharan el traje y en su reunión aquel bulto se le hiciera evidente. Y ahora, antes de terminar la frase, baja las manos, coge la camiseta de su mujer por la parte de abajo y se la saca. El sujetador, desabrochado y carente ya de toda utilidad, cae por sí solo al suelo. La blancura de su piel contrasta con la oscuridad que se ha cernido sobre el atardecer. Es verano y hace calor, pero las ventanas están abiertas y una brisa fresca se empieza a colar dentro. Ella siente ese frío en su piel y sus pezones se comprimen aún más. Ahora él se ha inclinado un poco y se los está chupando. Rodea a la vez la butaca y se pone de frente, la mira a los ojos, le aparta el cabello de la cara y le acaricia el rostro, cambia de pezón y succiona con fuerza, como si quisiera encontrar en él esa fuente de un agua que le había sido negada durante muchos años, una poción mágica y milagrosa sin la que su vida no tendría sentido.