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Capítulo • 1

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Un rugido en el cielo me sobresaltó recordándome que, por desgracia, echar raíces dentro del auto no era una opción válida, no cuando afuera caía una lluvia torrencial y yo no llevaba más que un abrigo viejo y desgastado, unos vaqueros de segunda mano y un par de zapatos fríos.

Limpié el vapor que me empañaba la visión del cristal en la ventana, con el dorso de la mano. El mundo afuera lucía aterrador. De pronto, la idea de echar raíces no pareció tan descabellada, incluso comenzaba a sonar como el mejor maldito plan que tuve en la vida.

Estaba perdida, varada en medio de la nada con un auto atascado en una pileta de barro improvisada. Ya me había pasado antes. Para mi desgraciada fortuna, tenía un pequeño y nada escandaloso (de acuerdo, tal vez solo un poco) historial arroyando (¡por accidente!), algunos seres vivos y objetos inanimados. Aunque en mi defensa debo añadir que todos esos animales sobrevivieron... Y yo pagué sus tratamientos. ¡Era una ciudadana responsable! No merecía tanto mal karma.

Al menos en esa ocasión no tendría que preocuparme por las cuentas del hospital veterinario. Esa vez logré girar a tiempo, lo cual me enorgullece bastante, porque significa que los tutoriales de Aly en YouTube, sobre: «Cómo avivar tus reflejos naturales en cinco sencillos pasos», no son tan inútiles después de todo.

Como el auto permaneció atascado y mis suplicas sobre encontrar algún alienígena que levitara mi chatarra fuera del barro un par de segundos no fueron escuchadas, mi única opción era volver a la carretera a pedir ayuda. Aunque con el frío de la noche lo último que me apetecía era plantarme a levantar el pulgar en una avenida desértica, sopesé mis opciones sin encontrar otra salida; no tenía señal, GPS o un mapa y, a esas alturas, tampoco un solo gramo de dignidad.

Así que, después de varios intentos por mover el auto como una persona civilizada (y no molerlo a palos como en realidad deseaba hacer), entendí que no tenía más opción que pedir ayuda a la antigua.

Conté dos mil  trecientos Misisipis hasta que un auto apareció a la distancia. Contar en Misisipis era un arma de doble filo, a veces me relajaba, otras, me ponía impaciente, por lo general eso sucedía cuando superaba los cien Misisipis o cuando el viento hacía que la lluvia me golpeara de lleno la cara.

Como estaba pasando esa noche.

A la distancia, las resplandecientes luces de un auto avivaron mis esperanzas. A orillas de la carretera, di un par de saltos con el pulgar en alto para no pasar inadvertida, pero al cruzarse por mi camino el auto se limitó a arrojar un montón de agua sucia, empapándome de pies a cabeza.

Un Misisipi, dos Misisipis, tres Misisipis... Inhala, Clay. Cuatro Misisipis, cinco Misisipis... Exhala. Seis Misisipis, siete Misisipis...

Esperé unos minutos más hasta que, después de ciento cincuenta Misisipis más, un auto surgió del horizonte. Esta vez me aseguré de tener la precaución y alejarme lo suficiente para ser vista, pero no arrollada ni mojada.

Cuando el auto se detuvo, mi sorpresa fue evidente.

¡Excelente! ¿Y ahora qué? ¿Qué si resultaba ser un narcotraficante o un asesino? ¿O un narcotraficante asesino? ¿Y qué si me encuentro con un comentarista de revistas de moda?, ¿o un diseñador obsesionado con los fucsias? La última vez que me topé con uno en una cena de negocios, no me fue nada bien. No paró de contar las calorías que consumía de una sola sentada y señalar la talla de mi vestido... ¿Y si era un diseñador comentarista de programas de chismes?

¡Por favor, Jesús, que sea un narcotraficante!

Por mero instinto, protegí mi cuerpo cruzando los brazos sobre el pecho.

Con sabor a mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora