Stand By Him

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En un sombrío, insípido y lejano castillo se encontraba mi esposo de tanto tiempo de matrimonio cumpliendo sus treinta años. Había sido proclamado Rey del Trono del Más Allá, mi adorado Rey Edmond, cuando sólo contaba con la edad de veinticinco y, en esos tiempos, contrajo matrimonio conmigo para convertirme en su Reina y asegurar su legado.
Nuestra relación no fue nada trascendental con respecto a nuestra rutina conyugal. Nunca tuvimos deseos frenéticos de sentirnos amados ni tampoco hambrientos del interés de la pareja, todo era un contrato que había que cumplir hasta que la muerte nos separase. Y yo tenía bien en claro ese principio.

Nuestros criados comenzaron desde temprano a organizar el inmenso y tenebroso castillo para la fiesta del soberano del Reino del Más Allá. Colocaron calaveras en cada rincón, carteles anunciando la llegada de la tercera década del Rey Edmond y velas negras y rojas encendían el ambiente para enseñar su verdadera opacidad.
Una de mis sirvientas comenzó a probarme el vestido que utilizaría hoy, como así también controlando que el corsé me quede sin causar demasiado escándalo y que las maquilladoras estén preparadas. Otra vez era un año rutinario, de aquellos en los que todo el mundo gira en torno al Rey y se desviven por sus intereses y deseos.
Con mi excelente expresión de seriedad me acerqué a Judith, mi sirvienta, y ésta tomó mis medidas para asegurarse del vestido.

—¿Será el mismo que el del año pasado, verdad?— pregunté cansada. Ella quitó sus manos temblorosas de mí al oír mi voz arrogante.

—No, señorita Elizabeth. Tengo uno nuevo para ofrecerle que combina con el pedido del Rey— dice con voz tímida y con la mirada gacha.

Cuando el Rey cumplía años, a los criados y las sirvientas se les prohibía observar a los ojos a los reyes, por cuestiones espirituales que el Papa Emeritus III manifestó en los últimos tiempos al apreciar una ambición de poder en la mirada de los inferiores, hambrientos por derrocar al Rey Supremo. Edmond consideró esta alerta y ordenó que los inferiores se abstengan a observar a los reyes evitando así castigos y confrontaciones.

—¿Qué ordenó el Rey?— pregunté un poco confundida. Es un tanto extraño que Edmond sugiera un estilo general en su cumpleaños. Por lo general, es considerablemente conservador.

—Ordenó realizar un ritual antes de la celebración y que las vestimentas sean oscuras para atraer a los antepasados— respondió con rapidez. —Su vestido estará listo después del ritual, su Alteza— dijo al jugar con sus dedos aún con la mirada gacha.

—Perfecto, Judith. Entonces visitaré al Papa— ella hizo una reverencia y se marchó corriendo.

Mis tacones resonaron en el extenso castillo a medida que me iba alejando de la sala de costura y confección. La arquitectura gótica se dejaba entrever con la luz apagada del sol, en el cual se hallaba escondido por una infinidad de nubes grises, casi negras. Se aproximaba una tormenta y los truenos no tardaron en aparecer, inundando así el ambiente del castillo y enmudeciendo a los que lo habitaban ahora mismo.

Subí las costosas escaleras y alfombradas dirigiéndome a la puerta principal de la capilla perteneciente al Papa Emeritus III. Él ya se había encargado de su decorado al notar una pequeña abertura entre las puertas enseñando su interior. Me escabullo por dentro y todo estaba en órbita para realizar el ritual. Observo por encima del altar a la figura oscura y perturbadora de Baphomet y no evito la reverencia. Demás participantes escondidos en sus trajes negros y sus máscaras demoníacas se arrodillaron ante mi presencia y agradecí el gesto. Coloqué mi capucha ocultando mi rostro, como si fuera una Caperucita Negra, y noté al Papa arreglando su traje con suma cautela. Sentí deseos de acercarme a él y ayudarlo, o por lo menos tocarlo, pero él no lo permitiría porque así lo adscribe su ideología. Él era intocable para su Alteza.
Me acerqué a él y aclaré la garganta para hacerme notar, ya que era una virtud grandiosa que tenía y él no tardó en voltear para ofrecerme su mano. Me coloqué de rodillas y besé la tela suave de su guante y su anillo especial sin quitar mi mirada sobre la de él. Me sonrió complacido muy sutilmente y pronunció la típica frase que todo el reino se dignaba a decir.

Elizabeth (Papa Emeritus III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora