Memoria 001

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'Todo a su debido tiempo', eso era algo que siempre decía. 'Con impaciencia nunca llegaremos a ninguna parte'. Lo cual era irónico porque él de paciencia no tenía nada.

¡Monstruos! Era lo que gritaban cada vez que se traicionaba. ¡Monstruos! Rugían sus bocas cada vez que el látigo caía sobre aquellas pobres personas. Rasgaban su piel, dejaban que la sangre saliera y brotara junto con su debilidad. Pero eso era normal. Según papá no había otra manera de castigar a los infieles que no fuera con violencia, dolor y humillación. Pero eso estaba bien siempre y cuando la razón del castigo no se repitiera nunca más. Lo cual después estaba mal, porque siempre se repetía. Al final, todo era tan contradictorio que no sabía que tenía que pensar, pues no sentía pena por los monstruos. Según mamá tenía que evitar mirarlos, pero me era imposible. De alguna manera me fascinaba ver como la piel se rasgaba, sin embargo, no era algo que me gustaría que me hicieran a mí.

La gente se agrupaba en la plaza para ver el monótono espectáculo de casi todas las semanas. Algunos ya se ponían a cantar la palabra monstruos, así como mi hermano White que estaba a mi lado. A él le encantaban estas sangrientas actuaciones, al contrario que a mí, que lo veía aburrido. 

Las pobres víctimas de las golpizas eran cuatro personas, dos hombres y dos mujeres. Todos ellos jadeaban, gritaban y gemían de dolor a cada rato, todos menos uno. Éste era un hombre que vestía no más que unos pantalones, estaba descalzo y no tenía camisa solo para poder recibir mejor los latigazos. Era un muchacho andrajoso de apariencia adulta cuyos ojos resaltaban por su curioso color; dorado. Brillaban con intensidad mientras sonreía. Él no gritaba de agonía, sólo se dejaba golpear mientras sonreía con esa cargada mueca en el rostro de saber algo que pocos sabían. Y, obviamente, yo sentí curiosidad. No conocía al hombre de nada, no me resultaba familiar; era la primera vez que lo veía y eso lo hacía atractivo. Mis impulsos de querer pararlo todo y preguntarle qué es lo que sabía eran grandes, y no los cumplía porque la mano de mi madre me sujetaba fuertemente del hombro en aquel momento. Sabía que ella no quería que estuviéramos ahí, siempre decía que no era algo que debíamos ver a esta edad (incluyendo a White), pero aun así nunca evitaba que lo miráramos ya que ella era de las que opinaba que aquello era la realidad. Y nosotros debíamos estar en la realidad.

—Vámonos—ordenó.

Justo cuando mi madre soltó aquella palabra noté que el hombre fijaba su dorada mirada sobre mis ojos. En el momento pensé que era mera coincidencia, a lo mejor solo miraba a un punto fijo mientras le pegaban. Pero él seguía sonriendo y mis impulsos de querer saber quién era me ganaron.

Mi madre iba a llamar la atención de White para que nos fuéramos de la plaza, yo aproveché ese instante para soltarme de ella y correr en dirección a los monstruos. White gritó en ese momento mi nombre, mi madre gritó en ese momento mi nombre. El de los ojos dorados solo ensanchó su sonrisa.

El ambiente era ruidoso todos gritaban por ver más sangre, los verdugos al verme pararon y eso hizo que el público se volviera más ruidoso aún.

—¡Apártate, niña! —gritó uno de los verdugos.

Pero yo no quería apartarme. Y al ver que no les hacía caso me empujaron, entonces caí al suelo y mi peluche junto con mi vestido se mancharon por la suciedad de la sangre y de la calle. Yo me levanté y mi madre llegó a mí con caminar digno acompañado de aires de superioridad. En cuanto White y ella llegaron a mi empezaron los murmullos. Los verdugos pidieron disculpas por empujarme y pidieron piedad a mi madre, el público simplemente estaba estupefacto.

—¡Vuestros nombres! —pidió mi madre a los verdugos.

Ellos se los dieron.

—Entonces, ya nos veremos—añadió ella que volvió a cogerme del hombro—. Vámonos, Alice.

Pero yo no quería irme así que quité la mano de mi madre sobre mí de manera brusca y me acerqué al hombre de ojos dorados. Ella volvió a gritar mi nombre.

—¡Alice!

Pero cuando me llamó yo ya estaba frente a aquellos ojos dorados que me miraban fijamente. La mueca había desaparecido y en su lugar lo remplazó la serenidad.

—Os reclaman, niña.

La voz del hombre era áspera, pero cálida y gentil. Algo raro en la gente de este reino.

—¿Quién eres? —le pregunté.

Él negó con la cabeza y no me respondió.

—Solo dime tu nombre—volví a pedir.

Él volvió a negar.

—Si te lo llegase a dar, ¿qué harías con él?

—Te recordaría—respondí al instante.

Se rió.

—No voy a morir, aquí no. Es imposible.

—Pero te recordaría.

—Niña...—empezó pero yo le corté.

—Soy Alice.

—Ya lo sé, niña...—se volvió a reír—. No necesito ser recordado.

—¿Por qué?

—¿Y para qué lo necesito?

—No lo sé, pero quiero recordarte.

Él suspiró. En ese momento pareció leerme la mente.

—¿Es realmente eso o simplemente por lo que crees que yo sé?

Me quedé en silencio por la estúpida sensación de pensar que me habían leído la mente. Al mismo tiempo le di la razón con mi silencio y él sonrió. No podía moverse porque estaba atado y si no lo hubiera llegado a estar yo sé que me hubiera acariciado la cabeza. O ese era el ademán que había hecho el hombre.

Sentí a mi madre cogerme de la mano con fuerza y empezar a tirar de mí para que nos fuéramos de una vez. White también se quejaba ya que quería seguir viendo el espectáculo y yo luchaba para que mi madre me soltara, todo esto sin apartar mi mirada del hombre. Nunca me dijo su nombre y si lo llegó a decir nunca lo dijo lo suficientemente alto como para yo pudiera escucharlo.

En cuanto nos alejamos de la plaza, seguidos por las miradas de los espectadores, fue cuando mi madre había decidido que ya había sido suficiente paseo por hoy. Así que nos subimos al carruaje en dirección al castillo.

—¿En qué demonios pensabas? —me regañó.

Me encogí de hombros y miré por la ventana. De vuelta a casa el único paisaje que había eran los tétricos árboles sin hojas que llenaban el oscuro bosque.

—¿Por qué querías saber su nombre? —insistió.

Suspiré. Yo quería mucho a mi madre, pero era muy pesada a veces.

—Si te dijera que no había razón, ¿me creerías?

Luego no volví a hablar en todo el trayecto, pero si me lamenté en un futuro por haberme olvidado el peluche en la plaza.

Después de esto nunca olvidé al hombre. Hubo noches que incluso llegaba a soñar con él.

Ravenscroft MemoriesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora