Capítulo 1

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UN HUESTPES COMO TANTOS OTROS.
Bebió muy despacio, mientras examinaba la áspera silueta del acantilado.
-Una ensenadita muy a mano -dijo el hombre, como quien acaba de hacer un gran descubrimiento - Y esta posada no podía estar en mejor sitio.
¿Suele venir mucha gente por aquí?
Mi padre le respondió que no, porque el lugar era solitario, la costa muy abrupta, casi inabordable...
-¡Magnífico! Entonces, me alojaré en su casa.
Y volviéndose al mozo que le seguía con una carretilla, ordenó:
¡Eh, tú! Atraca a babor y sube el cofre. Voy a permanecer aquí algún buen tiempo, ¿Sabe de alimentos? Solo necesito huevos, tocino y ron, mucho ron. Me llamo... bueno, no importa: llámenme capitán. ¡Y ahí van esas monedas! -Advirtió, dejando sobre el mostrador cuatro guineas de oro -Cuando me las haya comido del todo, avisenme.
Este era el tipo. Alto, ancho de hombros y vigoroso aunque renqueante. Su embreada coleta campaneaba sobre la espalda de una vieja casaca azul, llena de manchas. Digamos que olía a sucio y ahorraremos especificaciones. Todo su equipaje consistía en un cofre tipicamente marinero, pesado como un demonio, y un verdoso catalejo de latón que quizá estrenara América Vespucio en su primera travesía de Génova a Sevilla...
Nuestro huésped se pasaba el día vagando por los alrededores y al anochecer, se encerraba en la posada, junto al fuego, bien acompañado de ron para ayudarse en sus meditaciones.
-Oye, muchacho -Me dijo cierta noche -Podrías ganarte cuatro peniques mensuales sin ningún trabajo. ¿Qué te parece?
-Muchos peniques para que me rueden solos, capitán...
-Más o menos, jovencito. Te bastará con tener el ojo listo y avísame en cuanto veas aparecer por estos andurriales a un marinero cojo, mejor dicho, que solo tiene una pierna.
A menudo nos preguntaba si habíamos visto por allí gente de mar; y cuando algún navegante hacia acto de presencia en el mesón, nuestro capitán le examinaba cuidadosamente entre las cortinas antes de aparecer en la sala.
Algunas veces perdía la medida del ron y trataba de envasar más cantidad de la necesaria para sentirse a gusto; lo que terminaba en manotazos sobre la mesa para imponer silencio y que todo el mundo escuchara su canción predilecta:

Quince hombres van en el cofre del Muerto,
¡Ja, ja, ja!
¡Y un gran frasco de ron!

Invitaba a beber a los presentes y, como número final, les estremecía con sus relatos de salvajes hazañas en lejanas tierras de América, tempestades en alta mar, aventuras en la Isla de la Tortuga, ahorcados, decapitados y demás estampas del bárbaro que no conoce otro ambiente no otro lenguaje. Cierto que muchos de los clientes se sentían atemorizados ante la narración, pero otros en cambio admiraban al capitán por considerarle uno de esos hombres que han contribuido a que Inglaterra se adueñe de los mares...
Como se estaba adueñando el de nuestras economías: porque, a todo esto, las semanas y los meses iban transcurriendo entre efluvios de cocina y bodega sin que a nuestro huésped se le ocurriera añadir un solo chelin a su entrega inicial de cuatro guineas.
Mi padre no tenía espíritu de mesonero: en lugar de exigir el pago de sus atrasos al 《lobo de mar》-que a él debió antojarsele un tiburón completo - se limitaba a sufrir en silencio e ir acumulando en su espíritu todas las zozobras inherentes a tan desagradable situación. Quizá esto fuera la causa de que mi padre se enfermera gravemente, tan gravemente que lo enterramos unos días más tarde.
El doctor Livesey certificó la defunción, y sospecho que la cienca no se tomó demasiado trabajo para explicarla.
Durante sus visitas a la hostería, Livesey pudo observar a nuestro enigmático huésped en plena efervescencia alcohólica.
-Cualquier día reventara como un petardo -anuncio a mi madre el galeno -La bebida acabará con él.
Puede que Livesey estuviera en lo cierto; pero de lo que andaba más seguro es de que el 《Capitán》hubiese acabado con nosotros si no le facilitabamos a tiempo la enésima botella de ron que aperiguara sus exaltados nervios.
-¡Qué saben los médicos de lo que somos los navegantes!
Yo he estado en sitios en que mis camaradas caían igual que el mar, bailando entre terremotos... Y yo me alimentaba de ron, ¡de ron! ¿Comprendes?, que era toda mi comida y mi bebida, y mi padre, y mi hermano, y todo lo que yo tengo en este mundo: ¡el ron! Dile a ese matasanos que no entiende una palabra de esto, anda, díselo...

Pd: esta es la primera parte :v

La isla del tesoro... - Stevenson 💜Donde viven las historias. Descúbrelo ahora