Alicaído

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A pesar de la época en la que se encontraba, las rocas de la celda que lo mantenían enclaustrado poseían un aire victoriano. El liquen, de mayorialmente tonos verdosos, daba veracidad de la humedad de la sala. En las paredes de tal detrimente lugar, por las rocas más cercanas al suelo corrían ciertas gotas de agua que habían condensado poco antes. Pequeños charcos de agua que convergían en el centro de la sala para dar con un extenso sistema de alcantarillado.

Al sur de la puerta se encontraban todos los útiles del ser que vivía ahí. El retrete metálico a pesar de haber sido construido a partir de la aleación más común del hierro, acero, con el tiempo había sucumbido su inoxidable poder.

Las marcas marronáceas cerca de la base del retrete se debía a un óxido que aumentaba lentamente. Poco ya se podía distinguir dentro, la aleación se había corroido de tal manera que inundaba las aguas que por allí pasaban.

Contiguo al retrete, un lavabo de estatura media se alzaba bajo un espajo casi completamente destruido. El lavabo había salido bien parado de la lucha contra el óxido, una pequeña parte de la base, casi invisible por la oscuridad señalaba la derrota que suponía para el gas. El cristal en cambio se encontraba parcialmente erosionado y no era el óxido quien se había encargado de tal crudulenta actividad. Determinando el vencedor, en la pila del lavabo, pequeños fragmentos de vidrio empañados de un rojo sangre determinaron que aquella había sido un pelea fiera.

En la pared más sureña, el lecho vacío consistía en una estructurada base metálica y un colchón de textura similar. En la manta que cubría sólo había manchas que el sudor y saliva podían crear, para más comodidad del huésped, no había almohadas.

Repentinamente, la falsa calma creada por la inexistencia se esfumó. El silencio vetado de incomodidad y desesperanza fue interrumpido por una chirriante puerta que se abrió de par en par para dar con una figura poco más alta de lo común.

El sujeto había paseado libremente por la prisión, siquiera sus manos habían sufrido el latente aprisionamiento de las esposas. Pero ahí estaba, había ido por voluntad propia a su celda.

¿Qué podría haber demacrado tanto a aquel hombre para que cesara en la búsqueda de la libertad propia?¿Qué tipo de castigo tan inhumano lo había desollado de su esencia y deseo?

Tras cerrar el portón que lo separaba de aquella deprimente sociedad se sumió al oscuro silencio que componía su cuarto. Una melodía muda que transmitía más sentimiento que cualquier otra.

—¡Por favor, quiero quedarme! ¡No me llevéis, quiero quedarme!

Las súplicas ajenas no lo transmutaron. Él mismo tenía una carga que sostener, egoísmo o no, aquello no era su asunto.

Al escuchar golpes endureció los huesos de su mandíbula y entrecerró sus ojos, escudriñando su posible futuro en las experiencias de otro. Sus ojos, con la edad, abandonaron su pérfida apariencia. El iris de un cobre oscuro era igual de invisible que su tez, de tonos aún más oscuros. Su labio inferior se encontraba partido, pero no necesariamente partido por la mitad. Cercanas a sus amplias orejas, unas cicatrices de gran grosor delataban la violenta naturaleza que aquel hombre poseía. Sus cejas, peludas, casi llegaban a formar un entrecejo. Dándole un semblante cabreado en todo momento.

Su fornida figura se veía opacada por un peculiar traje moderno. Un mono de color azabache con tres bolas que relucían cual neón situadas en el pecho.

Aquel hombre había desistido a una vida plena, de llanuras de felicidad y objetivos cumplidos. En su rostro el sentimiento le había abandonado. Y ahora reconocía su error.

Él había sido inculcado que la justicia sólo se conseguiría mediante anarquía. Ahora se refugiaba en sus cuatro paredes, esperando a que la anarquía que con tanta parsimonia había creado le explotara en la cama.

Cuando se sentó sobre su marmóleo lecho curvó su espalda hasta el punto en el que a la luz de la tenue bombilla que alumbraba el pasillo se podía apreciar ciertos huesos en su espina vertebral que habían sido, tecnológicamente hablando, mejorados.

Fue mientras se estiraba cuando comenzó a desnudarse: desabrochándose el mono.

Con el torso descubierto era apreciable una placa integrada en su pecho que rezaba: “U.S.A”.

Aquellos implantes tanto en los huesos como en el exterior de su piel daban una pequeña pista del porqué aquel hombre desprovisto de libertad poseía una expresión tan adusta.

Justo cuando menos se lo esperaba, el causante de su propia desgracia recibió un potente chorro de agua que lo empujó hacia atrás. La caudalosa agua casi gélida era proveniente de uno de los huecos entre piedra y piedra.

Para estabilizar la temperatura del agua de entre las rocas victorianas surgió otro potente y caliente chorro de agua. Aquella tromba iba a azotar al hombre mejorado pero sus reflejos entrenados lo sacaron poco antes de ser rociado.

A medida que la habitación se llenaba de agua, la puerta que daba con los pasillos se iba fortificando para evitar la pérdida de agua. Una tras otra hasta dar con un portón hermético sin agujeros.

El mejorado nadaba en su habitáculo cómo si fuera divertido estar enclaustrado. Como si ser el causante de un genocidio no lo disturbaría de un momento de diversión. Como si toda una nación no estuviera alicaída por su culpa.

Calabozo NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora