Un baile de luces y sombras

12 1 0
                                    

»2do desafío: escribir un cuento usando las palabras "buganvilia", "sombra", y "aurora"

*  *  *

La mujer se sentó junto a la fuente y, por primera vez en años, lloró. Lloró desconsoladamente, agua brotando tanto de sus ojos como de su nariz. Se dejó llorar toda la pena que no había llorado, se dejó consumir por su angustia, se permitió notar el nudo en su garganta que ya no era un nudo si no una cuerda, una horca que la asfixiaría en cualquier momento. Se perdió en su dolor, apretando sus puños con tanta fuerza que los pétalos de buganvilia que sostenía comenzaron a sangrar, o quizás eran las palmas de sus manos rasguñadas y destrozadas por sus propias uñas. La mujer sentía que nunca se acabaría esta pena, la odiaba, pero aún así la quería, quería más. Quería llorar con más intensidad, quería que sus gritos de dolor fueran escuchados más allá de ese valle, que alcanzaran los oídos del mundo. Así que gritó con más fuerza, gritó hasta sentir que cada aullido destrozaba su garganta, gritó hasta que sintió que no le quedaba más por gritar, hasta que sintió que no le quedaba nada adentro. Y entonces recordó.

Lo recordó todo, los últimos doce años completos, desde el día en que Dagna nació. El día en que dio algo de luz al oscuro agujero en el que vivía. La niña nació en septiembre, el primer mes oscuro, pero aún así siempre fue una niña alegre. Bailaba y jugaba en las calles de Rjukan en los meses de luz, y en los de oscuridad llenaba el pueblo de canciones y risas. Mientras todo el pueblo parecía desvanecerse de septiembre a marzo, Dagna reía y hacía reír, iluminando e iluminándose.

Para su tercer septiembre, su tercer cumpleaños, su madre trenzó su cabello con las buganvilias que crecían como enredadera afuera de la ventana de su hija. Las flores fucsia la deleitaron tanto que desde ese día su pelo siempre gozó de tonos rosados. Y cuando Dagna comenzó a toser, cuando le dijeron a sus padres que la niña no viviría mucho más, ella tejió aún más flores a su cabello. Al verla correr por las calles del pueblito en el valle noruego, se creaba la ilusión que tenía su pelo de color rosado. Aún con la sombra de la muerte inminente a su espalda, Dagna seguía riendo, seguía siendo la alegría de Rjukan en los días de luz, y el farol del pueblo en los días de oscuridad. Tenía solo diez años.

Su madre la llevó al norte de Noruega a ver las auroras boreales, a un lugar llamado Tromsø. Decidió que su hija también necesitaba de un farol así que la llevó al lugar más brillante que se le ocurrió. Dagna quedó fascinada por las luces. "Mira como baila la luz con la sombra", su madre le dijo. La niña sonrió con lagrimas en sus ojos y susurró, apenas audible, "algún día bailaré con ellas".

Al volver, su hemoptisis empeoró. Trataba de no toser en frente de nadie cuando se dio cuenta que eso les preocupaba. Su madre trenzaba su cabello con más ternura, y sentía que las flores, además de no marchitarse, comenzaban a crecer, a enredarse en la larga trenza de Dagna. Esos meses oscuros fueron unos difíciles, la niña apenas sobrevivió marzo. Pero cuando volvió la luz, espantó la sombra que crecía parasitariamente con ella. Se hacía más y más evidente que a la niña no le quedaba mucho. Sus ataques de tos eran más violentos y más frecuentes, dejándola exhausta al acabarse. Cada día parecía un milagro, y cada noche era un riesgo, una posibilidad que Dagna se durmiera para nunca despertar.

Septiembre se asomaba amenazante, y el día de su doceavo cumpleaños, tan pronto como las sombras bajaban impetuosas por las montañas, Dagna comenzó a toser mientras su madre arreglaba su cabello. Con cada exhalación violenta, una buganvilia caía de su trenza. Dagna comenzó a afligirse y se arrodilló a recoger los pétalos del piso de madera entre tos y respiro ahogado. A su madre le pareció ver que tosía buganvilias, o quizás solo era la sangre que le provocaba una arritmia cada vez que la veía. La niña tosía y tosía, las flores caían de su cabello, de su boca, y de sus manos ya muy débiles para afirmar algo. Al escuchar las convulsiones llegó el padre, vio como su hija luchaba por aire, abrazó el pequeño cuerpo intentando evitar que se hiciera daño, abrazó a la niña hasta que dejó de respirar.

Padre y madre se quedaron sentados en el piso sosteniéndose mutuamente, colapsados en la pieza de Dagna, rodeados por pétalos fucsia. Se quedaron ahí hasta que el viento se llevó las buganvilias por la ventana abierta hacía la noche oscura, la primera de muchas más.


La mujer se sentó sola en la fuente, rodeada por las sombras de su pueblo y aún con pétalos en sus manos. Una vez que su respiración volvió a la normalidad abrió sus ojos, borrando el recuerdo de la ultima década de sus parpados, y le pareció que las sombras no eran ya tan oscuras. Ahora podía ver el como los pétalos de buganvilia flotaban en el agua de la fuente y, reflejándose en ella y resplandeciendo sobre el pequeño pueblo entre las montañas, vio auroras boreales. La mujer levantó la vista y vio las luces verdes bailar por el cielo estrellado. Susurró el nombre de su hija con una sonrisa. Ella siempre había sido más feliz en las sombras.

Ahora, su madre la vio bailar en el cielo con la sombra que la siguió por años. La vio jugar con la luz que ella misma creaba. Vio como su hija seguía iluminando a otros.

Después de todo, Dagna siempre había brillado en la oscuridad.

Historias de Cuervos y RetratosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora