Nunca le había entusiasmado limpiar pescado. Quizá era porque aquella muchacha de mejillas sonrosadas aún era demasiado joven para comprender la importancia de llevar dinero a casa. Sus vecinos y allegados decían que algún día dejaría de tener tantos pájaros en la cabeza, aunque ella lo único que deseaba era poder pasar menos tiempo en aquella fábrica de conservas.
Descabezando anchoas día tras día y sacando vísceras frenéticamente, sentía las manos húmedas mientras sus manos se movían de una forma casi automática, lo que hacía pensar a Laura Helguera que todos los empleados de aquel lugar se transformaban temporalmente en máquinas. Los trabajadores de aquella empresa durante unas horas dejaban de ser humanos para realizar labores a destajo, sin apenas descansos.
Aquella temporada era dura, especialmente por la escasez de captura de la anchoa aquel año. Un gran número de mujeres que se habían quedado sin parte del sustento familiar habría deseado estar en su posición, pero ella no pretendía ser como el resto.
Después de cada jornada, Laura siempre volvía a su pequeño hogar atravesando el mismo camino de piedras irregulares. La casa, situada cerca de la plaza del mercado, lucía una fachada húmeda y oscura, siniestra para muchos de los santoñeses que la contemplaban cada día. No obstante, tanto la muchacha como su familia comentaban con sus vecinos que estaban orgullosos de aquel lugar de aspecto poco lujoso debido a que su estructura había soportado muy bien el paso de las décadas.
La madre de Laura, Ana, siempre recibía a la joven con una sonrisa amable. Su pequeña boca apenas tenía dientes, pero era capaz de infundir ánimos a todo aquel que entraba en aquella casa.
—¿Cómo está, madre? —preguntó Laura de forma respetuosa inclinando ligeramente la cabeza.
—Me encuentro mejor —respondió Ana sonriendo de nuevo—.Todavía me molesta un poco la pierna pero qué le voy a hacer, hija. Por lo menos me puedo mover bien.
Tras una serie de intercambios verbales sobre temas ciertamente irrelevantes, tal y como solían hacer a diario, decidieron esperar a Andrés, el cabeza de familia. Este hombre no seguía precisamente la senda recta de la virtud; muchos días llegaba a casa cuando el cielo estaba completamente oscuro y el brillo de las estrellas era insuficiente para iluminar todos los rincones de Santoña.
—¡Ya estoy aquí! —vociferó el hombre de ojos negros y espeso bigote al cruzar el portón de entrada. Después, dio varios pasos torpes por la madera que conformaba el suelo dejando un rastro viscoso a su paso. Donde fuera que hubiera estado, no era un lugar relacionado con su labor pesquera.
—¡Oh, Andrés! —exclamó emocionada Ana dirigiéndose al lugar donde se encontraba su marido. —Ya he hecho la cena, en seguida te la sirvo —continuó diciendo con un tono servil y una sonrisa a los que él ya estaba acostumbrado.
Laura decidió salir de la claustrofóbica cocina donde había estado esperando junto a su madre para recibir a su padre. Apenas sentía respeto por aquel hombre que tan poco tiempo pasaba junto a ellos y que tan mal trataba en algunas ocasiones a su madre, pero él era su padre a pesar de todo. No le quedaba otra opción distinta a aceptar su situación con resignación.
—Buenas noches, padre —dijo Laura secamente. Apenas tenía ganas de hablar, aunque sabía que una falta de cortesía habría sido inexcusable.
—Hola, Laura —contestó Andrés con el mismo nivel de entusiasmo que había mostrado su hija. Después giró su cabeza y se interesó por los asuntos que le parecían realmente importantes: — ¿Qué hay de cena? —preguntó dirigiendo su mirada a su esposa.
—Respigos —respondió Ana moviendo sus manos con inquietud. Había aprendido aquella receta de su madre cuando ambas vivían en Laredo junto a su padre y sus dos hermanos. Era una pequeña parte de sus raíces, su origen.
—Bueno —se limitó a responder el único hombre del núcleo familiar. Tenía tendencia a hablar con monosílabos, por lo que las dos mujeres estaban acostumbradas a interpretar lo que quería expresar de verdad a través de sus miradas o expresiones faciales.
La cena transcurrió con la misma tranquilidad a la que estaban acostumbrados y los temas de conversación trataron sobre las gentes del pueblo: la muerte de Pepa, la mujer del inglés, el casamiento del hijo de los González y la rotura del brazo de un señor al que llamaban el tuerto, parecían realmente importantes para ellos. Las bocas de Ana y Andrés se llenaban de comida y comentarios chismosos a partes iguales mientras que Laura se limitaba a asentir de vez en cuando, en aquellos momentos en los que no paladeaba unos tallos de nabo un poco insípidos aquel día.
La hija del matrimonio Helguera debía irse a dormir pronto según las normas impuestas en aquella casa. Por tanto, fue despachada rápidamente para que los adultos pudiesen conversar tranquilamente. Aquel día había transcurrido tranquilo, sin sobresaltos. No obstante, no todos habían sido tan calmados últimamente.
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La Conservera #GK2017
Short StoryLa vida de Laura Helguera cambia bruscamente de la noche a la mañana. Sin apenas ingresos, debe dejar su labor en la conservera y buscar un nuevo camino más fructífero. ¿Será capaz de llevar a cabo una labor realizada únicamente por hombres en la ép...