Soy una buena chica. Es decir, ¿no es lo que siempre todos me dicen?
"Hasley, eres muy buena chica"—decían cada uno de los chicos con los que salía, cuando realmente mis deseos eran muy oscuros en esos momentos. En esos instantes me daba cuenta de que no era el ángel que todos me pintaban. Es decir, tenía un lado oculto que ni yo misma dejaba salir.
Siempre conocida como el angelito de Sydney, nunca me encontré a mi misma. Desde que mis padres murieron en aquel accidente, todo tenía aún menos sentido, en mi humilde habitación, donde quemaba mis pensamientos con la música.
Ser hija única nunca me importó, excepto cuando pase a ser propiedad de mis abuelos. Estos hacían cada cosa que podían para hacerme sonreír pero, ¿Cómo le dices a una niña de diez años que sus papás ya no están? ¿Como le desmoronas la vida a una pequeña niña feliz y soñadora que solo necesitaba cariño?
Mi abuela sufrió mucho más que yo. Es decir, siempre quise a mis padres, pero no recordaba demasiado. En cambio? Ella se veía apagada y perdia el brillo en su mirada cada vez que me abrazaba con fuerza en su viejo salón. En sus brazos encontraba esa pa que tanto ansié y que nunca conseguí encontrar. Sin embargo, no siempre fui ese ángel tan conocido.
Cuando pienso en los años de mi adolescencia, me avergüenzo de mi misma. Ejercía un daño en ellos más enorme del que debí nunca, y cuando me di cuenta ya era tarde. Una noche, mientras discutía fuertemente con ellos, mi abuelo sintió un fuerte dolor en su delicado pecho y se desmoronó en el suelo, muriendo ante nuestros ojos. Sufrió un ataque al corazón que se llevó mi vida, al igual que la suya.
Me culpé por ello todos los días, cada segundo de mi vida. Tanto fue así que mi habitación paso a ser mi vida. Perdí todos los amigos que tenía y la alegría que siempre desprendía se esfumó, como un suspiro por el viejo ventanal de mi habitación. No quise comer y perdi la mitad de mi peso. En la mirada de mi abuela veía el miedo cada vez que me tocaba, en sus ojos repletos de lagrimas ante mi estado, pero a mí no me importaba nada de lo que me pudiera pasar, porque había perdido las ganas de vivir, y de tocar mi vieja batería, la cual lucía manchada del polvo que se reflejaba desde mi cama.
Mirándola recordaba los tiempos felices y cerraba los ojos fuertemente, deseando despertar de aquella pesadilla en la que me había adentrado. Sin embargo, eso nunca ocurrió. De repente, toqué fondo.
Llevaba sin salir de mi habitación varios días y esa noche comenzó mi perdición. Me dirigí con rapidez a mi cuarto de baño y agarre un tarro de pastillas con fuerza mientras mi pulso temblaba. Entonces me miré en el espejo y me di asco. Mi aspecto era horrible y mis pronunciadas ojeras dejaban entrever las horas de sueño acumuladas. Lo hice.
Cerré mis ojos con fuerza y me llevé la mano a mi boca. Todo se volvió negro y flaquee hasta caer fuertemente en el frío suelo. Desperté en un hospital, donde mi abuela se encontraba recostada entonces comencé a llorar. Tan fuerte como para despertarla y ver el dolor en su mirada mientras me abrazaba con mucha intensidad. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que necesitaba ayuda.
Realmente me sentí tan vulnerable que yo misma sé lo pedí a los médicos, quienes me miraron sorprendidos ante mi propuesta y aceptaron orgullosos.
"TERAPIA ADOLESCENTES — TRAUMAS"
ponía en el trozo de papel mal cortado que me ofreció el doctor.—Está a la vuelta de la esquina, prometo que será de gran ayuda—dijo fingiendo una larga sonrisa.
Mientras miraba el papel, miles de pensamientos llenaban mi cabeza, pero no era capaz de pronunciar palabra. Notaba las miradas esperanzadoras de aquellos que me rodeaban en aquella sala apestosa y yo simplemente deseaba ser otra persona, que pudiera apartar todo aquello que ocurrió de su cabeza, y que nunca pensara en hacerse daño ni en desaparecer. Me sentía enferma.
Los días pasaban desde mi ventana y acudía con frecuencia a las terapias donde diferentes adolescentes relataban sus traumas mientras el monitor pretendía que se esfumasen solo por cantar una canción sobre lo bonito que es vivir. Como era de esperar, las terapias hacían el efecto contrario en mi. Es mas, deje de acudir. Era tanto mi rechazo a ellas, que mentía sobre donde me dirigía cada vez que se suponía que debía permanecer en aquel lugar y en cambio, admiraba los escaparates de música para ocupar el tiempo de las terapias.
Sin embargo, debido a que mi abuela no notaba ningún cambio en mi, un día decidió seguirme y lo descubrió todo. Entonces lloró de nuevo, y me hizo sentarme en su viejo salón, para conversar sobre mi trauma. Durante mi conversación, mi mirada de desplazó a su izquierda y quedo fija y sumergida en la batería comida por el polvo. Recordé los momentos en los que era feli, tocando esa misma batería. Recordé el inmenso dolor en mis muñecas que siempre me persiguió cada vez que la tocaba, además de recordar lo feliz que me hacía. Entonces sonreí de manera automática y sin permiso. Mi abuela se sorprendió y me miró esperanzada, como si aún hubiera algún motivo para que yo quisiera seguir viviendo.
Por ello, le volvió a abrazar con fuerza para después salir corriendo de nuestro hogar.