Jer, plantado frente a la puerta del hotel, tropezó con su maleta cuando hizo ademán de dar un paso. Ni la recordaba, pensó. Debió bajarla el taxista mientras él se hallaba absorto en ver cómo la mujer se alejaba con premura de él. Se encogió de hombros y se apoderó de ella con la mano izquierda para, acto seguido, obligarla a moverse con el rodar de las ruedas.Entró en el hall del edificio hotelero y, mientras se aproximaba a recepción, vio cómo aquella mujer parecía escapar, nuevamente, de él. Celia corrió apresurada al ascensor, pues no disponía de apenas tiempo para descansar, ajena al hecho de que Jer la observaba con fijeza y se sentía, de algún modo, evadido o rechazado.
El hombre colocó el maletín del ordenador sobre el mostrador y sacó su identificación para realizar el trámite pertinente y recibir así la llave de la habitación que tenía asignada. Pidió que le subiesen la maleta mientras iba a cenar algo al restaurante del hotel. No le pusieron trabas y, más relajado, se encaminó a buscar una mesa en dicho lugar.
Para esos momentos, Celia entraba ya en su estancia de esa noche, ansiosa por dormir. Estaba muerta de hambre pero, desgraciadamente, no podía darse el lujo de perder las escasas horas que tenía para descansar en ir a cenar. El avión salía a las siete y debía estar allí antes, por lo que, a más tardar, debía estar en pie a las cinco. A sabiendas de que iba a estar rendida, pidió que la despertasen a las cuatro y media, para disponer de tiempo de ducharse y arreglarse en condiciones. No quería mirar la hora, miedo le daba ser consciente de lo tarde que era, por lo que optó por fingir que no llevaba reloj.
Jer, relajado, ingería pequeños pedazos del filete de pavo que había pedido de segundo plato y meditaba, mientras, cuál sería el postre. Al día siguiente debía empezar a alistar todo pero quería tomarlo con calma. Itinerarios, mapas, transporte, museos, monumentos y, sobre todo, parajes naturales. Debía compilar información de todo tipo, cuanto más completa y comprobado mejor, así que el siguiente día lo dedicaría a planificar todos y cada uno de los pasos que daría en aquel país.
Cuando hubo acabado, se dirigió a su habitación y se dio una ducha antes de acostarse. Celia, por su parte, se hallaba ya dormida. Ciertamente estaba cansada, aún sin notarlo.
Cuando, a las cuatro y media, llamaron a su puerta, se puso en pie de un salto, sobresaltada. Por un momento, no había recordado que la despertarían, pero se relajó al recordar tal detalle y abrió la puerta para agradecer al empleado que la sonreía al otro lado. Le dio propina, la cual estaba más que merecida por parte del muchacho, uniformado de botones, que la observaba bajo la tenue luz del pasillo. Él, contento por lo recibido, se despidió de ella tras preguntarle si iba a querer algo de desayunar, a lo que ella negó agradecida.
Tenía previsto desayunar en el aeropuerto de Ginebra, pues allí dispondría de algún tiempo hasta que el avión definitivo, el que la llevaría directa a Montreal, tuviese que despegar. No es que fuese sobrada de tiempo, pero sabía que algo podría tomar antes de embarcar en ese último transporte aéreo.
Decidida, se dio una ducha y empezó a vestirse con ropa muy similar a la que lucía el día anterior. Se secó el cabello y lo peinó pulcramente, se maquilló suavemente y recogió sus pocas pertenencias que andaban regadas por el espacio que le dio cobijo la noche pasada. Sacó las sábanas de la cama y las dejó a un costado de la habitación, una vieja manía que tenía heredada de su madre, quien era camarera de pisos en hoteles de cuatro y cinco estrellas desde que Celia podía recordar. Ya casi no trabajaba, pero eso no quitaba que hubiese descubierto ciertas cosas que no le agradaban en absoluto y que, por lo tanto, trataba de impedir. Y ésa, era una de ellas; no podía soportar pensar que alguien se acostaría en las sábanas que ella había utilizado, sin haberse éstas lavado primero, o que ella misma se vería metida en unas sin lavar tras el uso de otro cliente.
Abrió la ventana y dejó el lugar ventilando, tomó sus cosas y salió de allí. Poco después, el taxi, al que había llamado la recepcionista de guardia, la aguardaba frente a las puertas y ella abandonaba el lugar tras pagar.
Destino: Aeropuerto de Zúrich. Así se lo hizo saber al conductor, quien arrancó tan pronto ella y sus pertenencias se vieron acomodadas en el vehículo. La maleta iba detrás, en el maletero, y ella portaba el bolso y el maletín del ordenador, el cual dejó a su lado en el asiento.
Cuando llegó al aeropuerto, pagó y tomó sus valijas, hizo lo pertinente con su equipaje y se dirigió a la zona de espera más cercana a donde debía embarcar. Miró un reloj que había colocado en medio del lugar, colgando del techo junto a una serie de pantallas, y comprobó que eran las seis y cuarto. Poco después escuchó un llamado de embarque, al que obedeció sin demora.
Jer, acabando de despertar debido a la luz de los rayos del sol que se colaban por la ventana, entre las cortinas de foscurit y las normales, miró la hora y decidió dormir una horita más, hasta las ocho, y ya después activarse y enfrentar el día atareado que preveía tener.
A la hora puntual, el avión en que Celia se encontraba, despegaba rumbo al aeropuerto de Ginebra, donde ella pretendía desayunar. Sentada en el asiento, pensó en encender el ordenador y revisar algunos documentos, pero debido a la poca duración del trayecto, decidió no hacerlo. Estaba deseando llegar a Montreal de una vez, la desesperaba tener que realizar tanto cambio de un avión a otro, pero no quería pensar mucho en ello para no ponerse negra del malhumor.
Cuando descendió del avión, se dirigió a las cintas a por su maleta, la sacó y la llevó consigo a la cafetería más cercana a su próximo punto de embarque y pidió un café con leche con un pedazo de tarta de manzana y un jugo de naranja recién exprimida.
Cuando miró la hora en el reloj de la cafetería y vio que no quedaba mucho tiempo del que disponer para desayunar, se apuró en terminar y despedirse de ese aeropuerto pues, una vez pusiese sus pies en el avión, no pensaba regresar a pisar suelo suizo en su vida.
Jer, a esas horas, ya había disfrutado de su ducha matutina y de un buen desayuno en una cafetería frente al hotel, de la que pensaba decir cosas buenas en su actual trabajo pues había recibido una atención perfecta, estaba todo delicioso y, además, había podido comprobar que los camareros hablaban, entre todos, al menos siete idiomas distintos, por lo que cualquier turista se sentiría bien allí debido al fácil entendimiento con los empleados. Regresó al dormitorio, el cual ya estaba ordenado, y sacó el portátil del interior del armario. Lo colocó sobre la cama y se tiró encima de ésta.
Cuando el despegue se hubo realizado y Celia lo consideró oportuno, colocó sobre sus muslos el maletín y empezó a abrir la cremallera.
Un grito de sorpresa resonó por el interior del transporte, al mismo tiempo que una muy malsonante maldición chocaba contra las paredes de la habitación de hotel.
Jer, perplejo, observaba con la boca abierta el aparato ante él, el cual, si bien era un ordenador, no era el suyo precisamente. Se quedó paralizado, no sabía qué había pasado. Sin duda era su maletín, ¿por qué no era suyo el contenido del mismo?
Celia, ante los ojos atónitos y molestos de varios de sus compañeros de vuelo, tiritaba enfurismada sin retirar la vista del ordenador ajeno que tenía sobre las piernas. Se preguntaba mentalmente, una vez tras otra, de dónde demonios había salido aquel trasto. Un ordenador, bastante nuevo a decir verdad, pero que jamás sería suyo; jamás. No podía imaginarse con un ordenador de color rojo, era dañino a la vista incluso. No supo cómo proceder; ¿qué hacer con un ordenador ajeno y sin saber qué había sido del suyo?
-¿Dónde diantre está mi ordenador? -Inquirió, hablando consigo misma, mientras se dejaba llevar por una profunda rabia.
-¿Dónde. Demonios. Está. Mi. PC? -Soltó Jer entre pausas en las que meditaba la siguiente palabra, porque estaba tan impactado que no lograba ni pensar con claridad.
Y, con esa sorpresa y la pregunta consecuente, ambos se sumieron en un retroceso mental de las horas transcurridas desde la última vez que tuvieron ante sus ojos, cada uno, su correspondiente aparato. La mayor incógnita era: ¿Dónde estaban sus ordenadores?

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Amor 2.0
ChickLitCelia es una mujer joven, dedicada a su trabajo, divertida, cariñosa y apodada por sus familiares "La eterna soltera" ya que se niega a tener pareja. Quiere libertad, anhela disponer para siempre de su propio espacio y, a escondidas, disfruta extrem...