Prólogo

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25 de junio de 1987

Era otra mañana de trabajo para Enrique Goded. Desde que alquiló su humilde oficina en pleno Paseo de la Castellana de Madrid, siempre tuvo por costumbre mirar por la ventana de su despacho a la gente que pasaba por la acera y a los innumerables coches que, frenéticos, aceleraban en la carretera mientras se tomaba su café matutino.

Esa mañana, concretamente las 09:30, caía una tenue y gris tormenta de verano desde el cielo madrileño que libraba a sus habitantes del sofocante calor que desde la primavera venía haciendo. Aun así, el ventilador lo tenía encendido porque por mucho que lloviese, la humedad persistía. Enrique volvió a sentarse ante su escritorio y abrió una carpeta verde de la que extrajo unos documentos que tenía que revisar. Desde que era un niño, tenía claro que lo suyo era el mundo del cine y cuando se graduó en la Real Escuela Superior de Arte Dramático se formó después, tras aprender todos los conocimientos y secretos que el mundo teatral exigen saber, en dirección de cine y pequeños proyectos cinematográficos. Su pequeña empresa fue saliendo a flote y comenzó a ser conocida a medida que el tiempo pasaba, hasta que ese mismo año, unos meses atrás, ganó un Premio Goya, justamente en la primera edición de esta gala de cineastas el día 17 de marzo, al mejor director novel por su película Desesperación. Desde aquel momento, Enrique adoraba observar su estatuilla expuesta en una vitrina de una esquina de su despacho con todos sus títulos colgando de la pared. Siempre los miraba con orgullo y feliz por haber conseguido lo que soñaba tras tanto empeño y dedicación.

 Su reloj digital estaba marcando las 10:00 de la mañana y Enrique iba por su tercera taza de café cuando acababa de revisar esos documentos, por lo que desde su silla comenzó, como de costumbre, a mirar su estatuilla y sus títulos recordando buenos tiempos. En ese momento, la puerta de su oficina se abrió y entró un joven de buen aspecto, con unos ojos verdes muy grandes, rubio con melenita y vestido sin ningún lujo que portaba en sus manos un dosier beige. De lo absorto que estaba Enrique mirando sus reconocimientos, no se dio cuenta del nuevo intruso y le dio un último sorbo a su café que ya se había quedado destemplado y amargo. El secretario, que estaba escuchando un disco de Hombres G en su discman, sí vio al joven y enseguida se quitó los auriculares, se puso en pie para dirigirse a él y le preguntó qué deseaba.

-Vengo a ver a Enrique Goded. Esta es su oficina, ¿verdad?-. Preguntó fingiendo su inseguridad, aunque en realidad sabía perfectamente que estaba en el sitio correcto.  

-Así es, esta es su oficina pero hoy no está presente. Debes volver otro día.-. Le contestó el secretario sin alterar casi su gesto.

El joven se quedó un poco un incrédulo ante lo que le decía el hombre, pues nada más entrar, vio a través de la ventana que dividía la recepción del despacho, a Enrique sentado en dicho lugar con una mirada aparentemente perdida y con aire ausente. Por lo que sonrío divertido y le dijo al secretario:

-Perdone, pero... Enrique está sentado en su despacho.-. Dijo, señalando con el dosier que sostenía en la mano izquierda.

El secretario, que por cierto, se llamaba David, suspiró con paciencia y le hizo un gesto al muchacho de que esperase un momento y se encaminó a la puerta del despacho de Enrique llamando levemente y entró cerrando la puerta tras él. Enrique se vio interrumpido de sus ensoñaciones por la intromisión de David, y le miró desde su silla expectante de las buenas novas o de lo que fuere. Mientras tanto, el joven permanecía de pie observando la escena a través del cristal.

-Ese chaval dice que quiere verte; no me ha dicho quién es pero está claro que te conoce. ¿Qué le digo?-. Le preguntó David.

-Dile que no estoy... Hoy no me apetece recibir a nadie.-. Contestó casi perezoso.

-Pero... -. Dudó su ayudante.- Es que ya te ha visto por la ventana. Olvidaste bajar el estor.

Enrique suspiró y observó al chico sin moverse ni un ápice e hizo un gesto de que le dejase pasar por toda respuesta. David asintió en silencio y volvió a salir del despacho:

-Puedes entrar.- Fue todo lo que dijo y volvió a sentarse a su mesa, continuando su escucha de Hombres G.

El desconocido se deslizó dentro del despacho con una sonrisilla astuta y cerró suavemente la puerta quedándose de pie.

-Hola Enrique, ¿te acuerdas de mí?-. Dijo sin abandonar aquella sonrisa.

Enrique observó a su interrogador con cierto interés, apoyando su barbilla en la palma de su mano y a la vez, apoyando su codo en la mesa. Estaba devanando en su cabeza para ver si recordaba al que le preguntaba pero no llegó a nadie ni sacó nada en claro de todo aquello.

-La verdad es que ahora mismo no caigo en quién eres. Si puedes refrescar mi memoria, te lo agradecería.- Le dijo mientras hacía un ademán con la mano libre para que tomase asiento.

Él obedeció y tomó asiento frente a Enrique, poniendo el dosier sobre la mesa suavemente:

-Soy Ignacio Rodríguez, íbamos juntos al colegio. 



La mala educaciónWhere stories live. Discover now