Capítulo 1

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29 de enero de 1966

 El colegio Corazón de Jesús no era de aquellos colegios constituidos por un edificio que diera a entender a qué está destinado, más bien, parecía una mansión antigua de algún noble o persona importante, económicamente hablando. Era un edificio alargado, de piedra gris y con numerosas hileras de ventanas en sus fachadas. En el ala este se encontraban el comedor, las habitaciones de los niños y los baños, mientras que en el oeste todo eran aulas, talleres, despachos y una vasta biblioteca para poder albergar a más de 200 niños a la vez. En su interior se podía encontrar el patio del recreo y en la parte posterior, la capilla y unos metros más allá,el campo deportivo donde los alumnos internos ejercían su clase de gimnasia o,en los mejores días, unos cuantos partidos de fútbol.

 La vida allí para los alumnos era algo dura, pues los curas que administraban la institución no solo les impartían clases de literatura, de latín, de historia o de geografía, sino que también les ordenaban limpiar las instalaciones, coser, labores de bricolaje... Los oficiantes querían convertir a sus alumnos en personas de provecho para el día de mañana; para ellos no todo el conocimiento se encontraba en los libros.

 Sobre sus días allí, los alumnos tenían opiniones muy dispares pues pensaban que se podía vivir peor, otros que les gustaría volver con sus padres y otros que ni fu ni fa, simplemente estaban allí y lo aceptaban. De esta opinión, Ignacio era el que más partícipe se mostraba pues no era un niño rebelde sino más bien manso y ávido por aprender todo lo que sus profesores le enseñaban. Por el contrario, Enrique era de los que preferían volver con sus padres porque en el colegio no podía tener toda la libertad que él desearía disfrutar; y en cuanto a los estudios, era un chico muy listo pero muy perezoso, rendía por debajo de sus altas posibilidades. Ignacio y Enrique se conocieron un 29 de enero de 1966, cuando ambos tenían 6 años y acababan de entrar al colegio como internos. Al principio ni se miraban, pero poco a poco fue surgiendo entre ellos una amistad inquebrantable que los uniría hasta tiempos que ellos mismos ni sospecharían, al igual que las circunstancias que les esperaban en el Corazón de Jesús.

 -Ignacio, ¿no vienes a jugar con la nieve en el patio?

-No Enrique, prefiero quedarme en clase dibujando, me duele un poco la tripa y hace mucho frío.- Respondió Ignacio, algo desanimado por sus dolores de tripa mientras se entretenía dibujando en su pupitre.

Enrique le observaba con atención y después la volcó en el dibujo que su amigo efectuaba con parsimonia; Ignacio dibujaba a un gato sentado sobre el borde de un muro.

-Bueno...- Suspiró Enrique quitándose el gorro de lana y los guantes.- Si no sales, pues me quedo para hacerte compañía, la nieve puede esperar.

Dicho esto, acercó una silla de otro pupitre y se sentó al lado del dibujante novato. Ignacio estaba en un estado de inspiración artística y casi no escuchaba a su amigo, pero aun así sonreía porque tenía un espectador y era un buen momento para presumir de "arte".

-Ya llevamos mucho tiempo siendo amigos ¿verdad, Ignacio? La verdad que cada vez que lo pienso me pongo contento; nunca he tenido un amigo como tú.- Siguió hablando Enrique, mientras observaba los movimientos que Ignacio hacía con el lápiz sobre el papel.

-Hmm...- Hizo por toda respuesta su compañero.

Enrique volvió a suspirar, visiblemente aburrido y empezó a tirar de las orejas al dibujante inspirado para ver si le hacía caso.

-Ignacioooo, ¡te estoy hablando orejotas!- Exclamó el niño mientras movía las orejas de Ignacio de tal manera que parecía que aletearan como alas.

 Esto hizo reaccionar a Ignacio, consiguiendo que saliera de su estado de ensoñación y empezó a reír a la par que le revolvía el pelo a su compañero con mucha energía, dejando sus cabellos desiguales por su cabeza. Enrique rompió en carcajadas y agarró a Ignacio por las muñecas para, haciendo fuerza, situarle los brazos alejados de él y así evitar que siguiera haciendo un caos de su pelo negro cortado irregularmente.

-¡Eh, eso no vale Enrique!- Dijo Ignacio, mientras intentaba liberarse de las manos de este.

-Pues claro que sí, ¿qué te crees? ¡Yo tengo más fuerza que tú, y lo sabes!

Siguieron forcejeando para ver quién tenía más fuerza. A ojos de los adultos, esto podría ser un simple juego pero en su imaginación era nada más y nada menos como una competición de alto rango; algo importante que ganar. Continuaron todavía así, y el dibujo que Ignacio estaba haciendo se había caído al suelo cuando alguno de los dos, golpeó con la cadera la mesa, haciendo que se cayeran sus lápices, su goma de borrar, su cuaderno... El suelo podría ser los estantes de una papelería. De repente, alguien entró en el aula y los chicos, sobresaltados, se soltaron enseguida y se pusieron firmes ante quien había entrado con cierto temor a ser regañados.

La sotana negra e impecable que el padre Manolo vestía, junto con su gesto severo, le daban un aspecto poco amigable e incluso temible a los ojos de la mayoría de los alumnos. Parecía una sombra alargada a la que casi no se le veían los pies; un alma en pena que levitaba con un aire oscuro y serio. Enrique e Ignacio le observaban temerosos, quietos, casi sin atreverse a respirar por su presencia. Ignacio miró disimuladamente el estropicio de material escolar que había desparramado alrededor de su pupitre y maldijo en su cabecita, lo que le causó más miedo a lo que el padre Manolo podría hacerle.                                                                                                                            

El padre Manolo era el profesor de literatura, y entre el alumnado tenía fama de ser muy estricto y severo en sus castigos si algún niño cometía alguna falta. Aparte de ser profesor en aquel colegio, también oficiaba en la iglesia del barrio de Chamberí, dando misas, bautizos... Era el típico hombre que a simple vista, a pesar de su aspecto general de ánima oscura, nadie podría sospechar que guardaba un oscuro secreto.

-¿Qué hacéis, niños?- Interrogó lentamente.

Los amigos se miraron suavemente, demasiado nerviosos para pensar una respuesta lógica y miraron a la vez el suelo, como si buscasen una inspiración milagrosa en las baldosas marrones.

-Niños, os he preguntado que qué estabais haciendo. ¿Por qué hay tanto desorden?- Volvió a preguntar, sin querer impacientarse antes de tiempo.

-Estábamos jugando y...- Empezó a decir Enrique.

-Y por un golpe, se cayeron sin querer mis cosas, padre. Ahora mismo lo íbamos a recoger...- Confesó Ignacio, rezando porque no les castigara. 

El cura se adentró en el aula lentamente y al dar los pasos, el extremo de su sotana ondeaba ligeramente mostrando por pequeños momentos, sus zapatos igualmente negros. Sin quitarles ojo a los muchachos y sin variar apenas de gesto, apoyó sus manos finas pero ásperas en el pupitre correspondiente a Ignacio y les miró más de cerca sin decir una palabra.

Esta observación turbó mucho más a los jóvenes que querían por todos los medios evitar el escudriño de su profesor, mirándose las manos como si les hubiera salido un dedo más. Sin embargo, el osado Ignacio, dejó de examinar sus manos y miró a los ojos a Manolo, seguro de que no había hecho nada malo, aunque cierto temor persistía en su corazón. El hombre mantuvo el contacto visual con el niño, aparentemente reflexivo, cuando se incorporó quitando las manos de la mesa y mirando a Enrique dijo: 

 -Enrique, déjanos a Ignacio y a mí solos, por favor. 



La mala educaciónWhere stories live. Discover now