En abril de 2004 los médicos diagnosticaron que mi hijo, Rowan, padecía autismo. Me sentí como si me hubiesen golpeado en la cara con un bate de béisbol. Dolor, vergüenza, una vergüenza extraña e irracional, como si yo hubiera impuesto a mi hijo esa cruz al transmitirle mis genes defectuosos, y lo hubiera condenado a vivir como un bicho raro. Observando, horrorizado, mientras mi hijo empezaba a alejarse hacia otro lugar, como separado de mí por un grueso cristal, o la barrera transparente de un sueño.
Tenía que encontrar la forma de penetrar en su mundo, en su mente. Y la encontré, asombrosamente, a través de una yegua llamada Betsy.
Pero empecemos por el principio.
Veintisiete de diciembre de 2001. Un año en el que el mundo aún no se había recobrado del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Mi esposa Kristin, una mujer alta, de ojos oscuros y pelo también oscuro -y embarazada de ocho meses- y yo nos hallábamos en casa de una amiga, tomando el té, cuando de pronto, como en una película, Kristin palideció y se puso de pie.
-¡Dios mío!-exclamé, y me abalancé al teléfono.
Tras una carrera a toda pastilla por la lluviosa autopista (los conductores hacían sonar los cláxones y nos hacían señas con los faros para protestar por mis temerarios cambios de carril), llegamos al hospital, donde se llevaron rápidamente a mi mujer a quirófano para practicarle una cesára urgente. Kristin no cesaba de gritar: las contracciones se sucedían con tal rapidez que no le daban un instante de respiro, le producían un dolor infinito y le arrancaban de lo más profundo de su lacerado cuerpo unos chillidos angustiosos e intensos. No dilataba lo suficiente, y Rowan venía de nalgas. Esa semana habíamos concertado una cita con el médico para que le diera la vuelta.
-¡No hay tiempo para eso!-comentó el médico cuando Kristin entró en el quirófano. Luego se volvió hacia mí y me preguntó-: <¿Quiere usted estar presente?>
Todas nuestra ideas holísticas sobre un parto natural se desvanecieron de un plumazo. El parto no podía ser más clínico. Y yo, por lo general demasiado aprensivo para ver sangre y vísceras, observé fascinado mientras los médicos abrían el vientre de Kristin, apartaban sus tripas y extraían un ser humano sorprendentemente grande y azulado. Yo no dejaba de pensar:
Al poco rato, mientras Kristin se despertaba de la anestesia, me encontré en la habitación privada del hospital a solas con Rowan (que pesaba casi tres kilos y cuarto, pese a haber nacido con un mes de antelación). Contemplaba al niño que yacía, en una especie de bandeja de plástico envuelto en una toalla, boca arriba. Tenía ojos azules y entornados, fijos en los míos; su manita derecha me agarraba el índice con fuerza. El reloj de la pared indicaba que faltaban unos minutos para medianoche.
Lo que significaba, como comprendí de pronto, que Rowan había decidido venir al mundo exactamente siete años después del día en que Kristin y yo nos habíamos conocido, casi -según descifré tras hacer los cálculos oportunos- a la misma hora en que habíamos hablado por primera vez. La verdad es que resultaba asombroso porque, cuando la conocí, a Kristin no le apetecía hablar conmigo.
Vaya, otro hippy, había pensado Kristin al verme, tras lo cual me había dado la espalda.
Había ocurrido en el sur de la India, en la ciudad de Mysore. Me habían contratado para escribir una guía turística de la región. Kristin había ido para documentarse para su licenciatura en psicología. Yo, con una melena que me llegaba a la mitad de la espalda, había recorrido las selvas tropicales de las Ghats Occidentales, viviendo con las tribus de las montañas. Kristin había entrevistado a jóvenes indias destinadas a casarse con hombres que sus padres habían elegido para ellas, para averiguar qué las llevaba a prescindir de sus sentido natural de lo que era justo y aceptar un sistema según el cual las esposas debían doblegarse a los caprichos de sus maridos. Aunque todavía no nos conocíamos, no podíamos ser más diferentes: Kristin era una chica californiana de clase media y yo era inglés, hijo de padres sudafricanos, criado en parte en el centro de Londres y en parte en una remota granja, donde había aprendido a adiestrar caballos.
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El niño de los caballos
Ngẫu nhiênUna atrapante historia, de dos padres que emprenden un viaje por su amado hijo para así mejorar la vida de todos...