Capítulo 1: El bello hombre que se escondía.

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Siglo XVIII

***

La curvatura de su ceñida cintura era cubierta por aquel diminuto corsé beige; los listones tras su espalda, delgados cordones de seda, eran removidos por unos dedos grandes y ásperos; eran delicados al deslizarse por su cuerpo, desprendiéndole del corsé diminuto.

Los bellos huesos de su columna se mostraban como cual pequeñas montañas. El cabello dorado resbalaba por las montañas vertebradas, mostrándose cual largo y hermoso junto con aquel par de botones rosáceos sobre su pecho plano.

Gemía sin parar el nombre de su amado. Su voz era aguda al proferir aquellos canticos jadeos. Parecían maullidos, finos y delicados. Y no eran los gemidos de una mujer. Eran los auténticos gemidos de un hombre.

Eran suaves gemidos suspirosos y deseosos. De un él, del bello hombre que se escondía.

Los minutos pasaron, continuaron su camino y se desvanecieron rápidamente como arena entre dedos pequeños, mostrándoles el fresco anochecer tras las ventanas abiertas y el aleteo de las cortinas blancas. La habitación adquiría un aroma bastante peculiar, combinando el agradable aroma dulzón de flores perfumadas con el aroma de una colonia de esencia cítrica: fresca y luminosa. Ambas fragancias combinándose en uno sola unión, sintiendo el fresco aroma a sexo.

Gruesas líneas sudorosas llenaban sus cuerpos desnudos y jadeantes mientras que sus labios se devoraban con una exquisitez maravillosa. Mordían, atrapaban, lo hacían suyo, pero no dejaban marcas.

Las marcas estaban prohibidas.

Los cuerpos desnudos no hacían más que entregarse, como cada noche, como casi cada noche, hasta la madrugada, entre besos y caricias sin marcas.

Una boca, extrañamente hecha como la viva imagen de un corazón rosáceo, besaba ruidosamente los abdominales de su amante, su amado, su todo. Le acariciaba con esas manos delicadas, deslizaba los dedos delgados, suaves, sudorosos; el recorrido que entregaba todo, entreteniéndose poco después con los labios gruesos de su amante.

Se deslizaba arriba y abajo, no muy rápido pero tampoco lento, sobre aquellas piernas fuertes, las ajenas, las que poseía su amado. Entraba y salía de él mientras sus bocas se comían como si no existiera un mañana.

Las caricias se volvieron presurosas en un pequeño instante. Sus pieles se golpearon exquisitamente. Sus movimientos se hicieron más certeros y rápidos.

Solo bastó uno más, un gemido, un beso y todo terminó.

Una pequeña luz solar entró por la ventana abierta, iluminado sus cuerpos perlados en sudor. Parecía la imagen preciosa de un par de desnudos amados sobre la cama revoltosa. Parecía, lo era. Hubiese sido una pintura perfecta, en un marco dorado perfecto.

-JongHyun...

La voz casi delicada pronunció el nombre de su amante, casi, porque era un hombre. El cabello rubio bailó tras su espalda al alzarse, húmedo y brillante. Se movió lentamente hasta salir de la cama. Caminó sin pudor alguno, sin vergüenza, en total libertad por aquella pequeña habitación, mostrando su desnudez en todo esplendor ante la atenta mirada de JongHyun.

Kim Kibum poseía un cuerpo hermoso. Todo él. Era maravilloso. Un ser bello que, aunque amaba, sufría las consecuencias.

-¿Te vas? Es demasiado pronto-pronunció JongHyun, ahogándose con sus propias palabras en suspiros descontentos.

-Casi amanece. Tengo que irme- habló con gran pesar, el pesar a su huída. Tomó su corsé, su ropa interior y su camisón color rosa palo.

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