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El mundo en el que vivía, cruelmente, a los humanos –porque quisieran o no todos lo eran– los dividían en tres categorías y cada una de ellas quedaba marcada en la piel para que nadie sea capaz de mentir sobre su condición. Una trágica tradición que no mide las consecuencias de cómo aquello puede arruinarle la vida a un bebé que apenas acaba de salir del vientre de su madre. Lo sabe porque lo pasó, le pasa y, esperaba que no, le siguiera pasando.

Sabe que la gente no busca los ojos para hablar, no hasta que han visto el cuello; algunos no tienen autocontrol de sus palabras y hacen la pregunta que te puede encarcelar en el purgatorio o llevarte al mismo paraíso: «¿qué género eres?»; una pregunta de tres palabras y se contesta con tres posibles respuestas: alfa, beta u omega: alfas para mandar, betas para trabajar, omegas para cultivar. Lema que toda persona en el mundo debe aprender en la escuela más si eran las instituciones para omegas. Sí, los omegas tenían una escuela para ellos solos y nadie se molestaba en ocultar el porqué. Según todos los humanos como él, omegas, solo servían para una cosa en el mundo: procrear. Y era por esa cuestión que eran educados para mantenerse bellos, afables, buenos en tareas del hogar y saber comportarse frente a alfas y betas; para ellos la institución era un supermercado en donde podías conseguir el tipo de omega que querías.

Él jamás sería seleccionado, lo sabía porque tenía un defecto (o eso decían sus profesores); ¿cuál era ese defecto? Leer, estudiar y tener una meta en la vida que no tenía nada de relación con servir a un alfa o beta. Omegas como él y su amigo de la infancia, Katsuki Bakugou, no eran bien vistos en la sociedad, menos Bakugou: su temperamento agresivo y maleducado lo hacía poco respetado por todos; sin embargo, a él no parecía importarle y eso admiraba de Bakugou, su confianza y firmeza ante sus convicciones. No es como si él no fuera así, pero a diferencia de Katsuki, jamás podría decir en alto lo que pensaba sin tener los nervios y las palabras trabadas en la boca, pero aún así luchaba, luchaba porque algún día las futuras generaciones de omegas fueran vistos como un ser humano y no solo un deposito de esperma.

...

La camioneta blindada negra —tan cliché— se estacionó frente a la institución de pastos y árboles simétricamente podado y cortados; con rebosantes jardines de flores de diferentes especies, pero en su mayoría rosas rosas —las rojas significaba pasión y ningún omega sin mordida debe sentir eso—; la estructura blanca —como las almas de los estudiantes— deslumbraba ante las pupilas azules de su padre. Esa larga y afilada sonrisa crecía en sus labios y él sabía que nada bueno podía salir, de ahora en adelante, de esa boca; las fosas nasales del viejo, como él solía llamarlo, se agrandaron para así dejar entrar con mayor fuerza el aire, para luego soltarlo.

—Hoy es el día, Shouto —habló caminando a grandes pasos hasta las puertas de madera blanca.

Lo ignoro, como siempre lo hacía, mientras se limitaba a seguirle el paso.

La puerta se abrió y todos los allí presentes de inmediato hicieron sus reverencias recitando casi al unísono: «Buenos días, Todoroki-sama».

Los pasillos eran de pisos de mármol blanco, paredes blancas, muebles blancos...en general, todo era blanco, sino fuera por las enormes ventanas que dejaban ver los jardines, pensaría que había caído dentro de alguna clase agujero sin fondo.

Llegaron a la oficina de la directora siendo recibidos como si fueran reyes: halagos por aquí, halagos por allá, regalos y muchos agradecimientos; todo aquello era tan falso que lo hizo sentir náuseas.

—Veo que está aquí por su hijo, Todoroki-sama —los ojos de aquella larguirucha mujer se clavaron de inmediato en su persona y pudo presenciar que hizo una mueca de terror al verlo, se compuso alargando sus labios casi hasta las orejas.

IssuesWhere stories live. Discover now