II.

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—He venido cada día ¿sabes?— dije al tiempo que golpeaba la mesa con ambas manos. Él levantó la vista del libro que leía y frunció el ceño, pero no dijo nada. —He venido cada día, esperando encontrarte. ¿Cómo puedes decir, cómo puedes siquiera insinuar que no me conoces? Sí, está bien que dije... ya sabes lo que dije, pero no puedes ser tan grosero.

—Perdona—repitió como hiciera en nuestro reencuentro—, pero no te conozco. De verdad que no— añadió cuando estuve a punto de replicar que era imposible que dijera eso.

Su mirada clara, tranquila y hasta paciente, como si estuviera hablando con un niño, se clavó en mí. Me enfureció. ¿Cómo podía estar tan sereno? ¿Cómo podía decir esas palabras con tanta firmeza?

—¡Bastardo!—solté, y esa palabra logró enturbiar el mar de sus ojos.

—Oye—dijo con cierto tono conocido, y que me hizo sonreír internamente—, yo no te he insultado en ningún momento ni de ninguna manera.

—Eres tú—le dije —, sólo tú te indignarías de esa manera tan propia con un insulto. Eres tú, de eso no hay duda.

Ahora su mirada era una de incomodidad, suspiró y se cruzó de brazos al tiempo que miraba a su alrededor. No sé si por un instante pensó en lanzarme un puñetazo, pero no, no lo creo.

—¿Por qué no te sientas, te calmas y bajas la voz?—dijo en cambio.

—El bajo perfil no es lo mío—lo miré retadoramente.

Me importaba un cuerno salir al día siguiente en algún periódico de chismes baratos.

—Bien—dijo poniéndose de pie—, no tengo nada que hablar contigo. No te conozco, y no tengo necesidad de ser importunado por alguien a quién no conozco.

"¿Qué? ¿Qué?" pensé "¿Vas a dejarme hablando solo de nuevo? Eres un idiota, si crees que lo toleraré." Mi hilo de pensamiento no me dejo más que ver como él se ponía de pie, dejaba el dinero sobre la mesa, el libro bajo el brazo y me esquivaba ágilmente para dirigirse a la puerta. Observé sus movimientos como en una especie de trance, con la mirada sobre él, sin decir nada. Sólo así, observándolo.

—Steve—alcancé a decir cuando pasó a mi lado y una suave estela de su colonia alcanzó mis fosas nasales. Aún usaba la misma colonia. La misma después del baño, sobre la piel, siempre, al abrazarlo, su cuello tenía ese aroma fresco y suave. Escuché la campanilla de la puerta del café que anunciaba su salida. Fue entonces que giré sobre mis talones y lo perseguí.

Vi su espalda perderse entre la multitud de transeúntes que iban y venían por la acera. Y lo seguí a duras penas, tratando de decir su nombre una décima más alta que la última vez. Cada vez, una décima más alta, hasta que al fin...

—¡STEVE!—grité y él se detuvo casi al mismo tiempo.

Corrí entonces hasta dónde él estaba y una vez frente a él estuve a punto de echarle encima una retahíla de palabrotas, sólo para molestar, pero no me dejo ni suspirar.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Ya te lo dije—comenzaba a molestarme la situación. Así que sólo para aclarar le recordé que nos conocíamos.

Él guardó silencio, se rascó la frente como si quisiera encontrar una respuesta. Y a mí, el jueguito estaba cansándome. Si estaba molesto conmigo por haber terminado con él de esa manera tan abrupta, no tenía que vengarse fingiendo que había perdido la memoria. Algo muy conveniente, puntualizando que las únicas memorias que le faltaban eran las que tenía que ver conmigo. Al menos, eso me temía.

—¿Quién eres?

—¡Carajo! ¿De verdad no me reconoces?

Él negó lentamente. También cabía la posibilidad de que en serio, muy en serio, no me recordara.

—Soy Tony—dije golpeándome el pecho con la mano—. Vivimos juntos, nosotros... Steve, tú me amaste. Y yo...

Me callé, no sé por qué y suspiré.

—¿Y tú qué?—instó él a que terminara la frase.

—...Yo...—no había más que eso, ni más ni menos—... Yo te amo.

Y en ese momento, comenzó a llover.

NieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora