Siempre

502 65 20
                                    

Corriste y corriste por las calles de esa poblada cuidad. El tráfico era pesado, por esa razón ignoraste tu auto en el estacionamiento de las oficinas de donde acababas de salir.

Tenías que encontrarlo, rápido.

Recordaste que Osomatsu te había llamado imbécil hace tan solo veinte minutos, en realidad ese nunca fue un insulto que te molestara, incluso lo aceptabas con burla, pero jamás te había quedado tan corto como en esa ocasión.

—¡Ugh! —Chocaste con alguien cayendo directo al suelo. Desesperado, te levantaste de inmediato sin siquiera voltear a ver a la persona que se te atravesó «¡que se joda!» pensaste, no tenías tiempo para distracciones, tenías que ir con él, tenías que verlo; tenías que detenerlo. Esperabas llegar a tiempo.

Osomatsu te había llamado imbécil hace veinte minutos y veinte minutos era lo que llevabas corriendo, no esperaste a que dijera más, sino que saliste del salón lo más rápido que pudieron tus pies. No estabas cansado aún y no te podías cansar, no hasta que lo vieras, no hasta que te disculparas y aclararas las cosas.

Ese idiota te había dicho que no era un adiós porque se seguirían viendo en el trabajo, entonces ¿por qué...? ¡¿Por qué?! Tenías miedo de lo que fuera a pasar, era esa clase de miedo que te carcome por dentro, que te produce ansiedad e impide que pienses con claridad.

Jadeante y empapado de sudor te detuviste un segundo a contemplar las escaleras que te esperaban para llegar a su departamento, sin pensarlo, las subiste de dos en dos y te dirigiste a la puerta de su departamento, ya a un paso más calmado, pero no lo suficiente para respirar correctamente.

Tocaste la puerta con insistencia y fuerza; seguía ahí, lo supiste por el sonido tenue de la música que se escuchaba desde el interior.

Un simple "voy" fue lo que escuchaste, tan seco, casi muerto, tan diferente a esa voz cantarina que solía utilizar, esa que secretamente apreciabas. Te sentiste culpable y algo en tu pecho se estrujó, dolía, te estaba destrozado, dejándote vacío y con un maldito sentimiento de frustración; lo lastimaste como nadie jamás lo había lastimado, le causase una herida que no se podía tocar, pero si se podía sentir, te gritaste a ti mismo que nunca quisiste eso, que nada fue intencional, pero claro, eso no cambiaba nada y nunca sería suficiente; eras más que un imbécil.

Te pusiste nervioso cuando notaste los pasos acercarse, tu respiración, aún irregular, se entrecortó al terminar de entender la situación, aunque tus sentimientos encontrados no terminaban de ponerse de acuerdo ¿qué estabas haciendo? ¿qué le ibas a decir? No pudiste siquiera pensarlo un momento, porque frente a ti, la puerta se abrió.

Cuando lo viste, pudiste apreciar el daño que le habías causado, todo se podía reflejar en sus ojos, opacos, cansados, con unas ojeras terriblemente marcadas. Sabías que su boca mentía, esa mueca destinada a ser una sonrisa era falsa y podías estar seguro porque habías sido testigo –y dueño– de las sonrisas más bellas y puras; verdaderas, provenientes de él.

Su impresión al verte no pudo ser más que obvia e intentaste hablar, mencionar algo antes de que el sonido de su voz te petrificara aún más, pero al pronunciar el primer vocablo tu garganta te jugó una mala pesada; se atoró por la resequedad que te causó la carrera, terminando tu intento de diálogo en una tos espantosa. Normalmente te hubiera dado unas palmaditas en la espalda, pero solo se limitó a observarte, manteniendo distancia; herido. Cuando la tos cesó, apreciaste que detrás de él estaban sus maletas ya hechas, la desesperación se apoderó de ti, pero tu orgullo te permitió disimular bien.

—Así que te marchas... —Dijiste con la voz ronca, pero casi de una forma tímida. Él te vio de pies a cabeza, como si no supiera quien eras, sin embargo, te invitó a pasar con un ademán.

ConsecuenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora