Aquella tarde, en El Cortijo Don Diego, reinaba una quietud inusual. Después de un día especialmente agitado, la siembra había concluido. Una vez recogidos todos los aparejos del campo, y después de haber pagado a los jornaleros, comenzaba el tiempo de espera, que ya se había instalado en la hacienda, introduciendo en el paisaje una pincelada inquietante.
Cuando Diego entró en el caserón y, como de costumbre, se dispuso a quitarse sus enormes botas de faena en el zaguán, percibió cómo el silencio controlaba hasta el último rincón de su monumental vivienda. De repente, sintió que se asfixiaba.
Con los pies ya enfundados en sus cómodas zapatillas, dio dos pasos hacia la izquierda y entró en el pequeño vestíbulo. Allí se quitó su empapada camisa y la colgó en el perchero junto a un sinfín de ropa de trabajo. Antes de marcharse, vio sobre la pequeña mesita el correo acumulado de varios días; no estaba de ánimo para abrir aquel montón de cartas. Después se dirigió al baño para asearse un poco. La calma que lo rodeaba era tal que, con los ojos cerrados sobre el grifo abierto, dispuesto a lavarse la cara, el sonido del agua se le antojó el de un caudaloso río. “¿Qué estará haciendo Adela?”, pensó. Otra vez había caído en la trampa. ¡Qué más le daba a él lo que estuviera haciendo Adela!
Salió del distribuidor y cogió el pasillo de la derecha para dirigirse a la cocina, sigiloso, no fuese que el silencio le devolviera con ira el sonido de sus pisadas. A su izquierda dejó el dormitorio que utilizaba su suegra cuando pasaba algunos días en casa, perfectamente limpio y ordenado; a la espera, como sus campos.
Seguidamente estaba la salita. Al pasar por la puerta advirtió que estaba entreabierta. Se asomó con disimulo por la abertura y… Allí estaba Adela, frente al ventanal, de espaldas a la puerta, en la vieja mecedora, apenas meciéndose, haciendo nada; esperando, como el dormitorio de su suegra, como sus campos. Su silueta difusa en la penumbra le provocó una extraña sensación de tristeza. ¡Ella! Tan bella y tan sola. Sintió el impulso de nombrarla y aliviar la soledad de los dos; pero se contuvo, estaba entrenado, sabía hacerlo.
Siguió su pausado paseo por el corredor hacia la cocina y, al verla vacía, recordó que aquella mañana María le había dicho que ella y su marido se marcharían después de ordeñar las vacas y que no volverían hasta la mañana siguiente, según le dijo, tenían que arreglar unos papeles en la ciudad. La estancia era de unas enormes proporciones, pensada para poder realizar en ella las tareas de matanza. Una robusta mesa la presidia, su padre la había mandado hacer al carpintero del pueblo cuando él aún era un niño; aunque sobre esto había varias versiones. Ocupando la quinta parte de la mesa, un pequeño mantel enmarcaba el sombrío bodegón preparado para la cena; un solo servicio. Una noche más, Adela no cenaría con él. Sobre la hornilla, una perola esperando el calor del fuego; esperando, como sus campos, como el dormitorio de su suegra, como Adela. Echó la dosis de arroz, que María había dispuesto en un platito, en el caldo de gallina y encendió el fogón. Mientras tanto, se sentó a fumarse otro Celtas corto. El cigarro no se le caía de la boca.
Había tomado una decisión muy meditada, irrevocable. Después de que se diluyera la ira del trágico momento, sólo quedó un ácido rencor y, tras su amargura, tomó una determinación: no echaría a Adela de su casa. No por lo que dijera la gente del pueblo, nunca le importaron las habladurías, sencillamente no podía, todavía no. Desde el fatídico día en que la encontró en el pajar en brazos de Juan, dejó de dirigirle la palabra. A las pocas semanas ella le dijo que estaba embarazada y él rompió la promesa que se había hecho a sí mismo para hablarle por última vez:
¬—Puedes quedarte si quieres, pero procura que ni tú ni tu bastardo invadáis mi espacio. Este es el trato, lo tomas o lo dejas.
—¿Cómo? ¿Qué estás insinuando? Este hijo es tuyo, yo… —Para qué seguir, Diego la había dejado con la palabra en la boca; estaba sola en la habitación.
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Maldita (primer capítulo)
Historical FictionEn los años cincuenta, en el seno de una familia adinerada, con apenas dos kilos y cuarto, nace Lucía. Llega al mundo marcada por la muerte de su madre y rodeada de los secretos, odios y rencores acumulados por cinco de las generaciones que la antec...