Voz de un sueño

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"En qué mundo no puede faltar los relatos y hazañas de caballeros matando dragones, historias de algo que deseamos que existiera, historias para darnos un momento de felicidad de que ojalá poseyėsemos lo que quisiėsemos."

Tras pensarlo mucho, Sovey se percató de que por una vez, desde su punto de vista de adolescente que no quiere admitir que sus conocimientos sobre el mundo en el que vive no son muchos, su madre tenía razón. Tras meditarlo mucho de camino a la cabaña del bosque que había fundado con su mejor amigo, se paró a pensar, "todos anhelamos la existencia de algo o algo que no poseemos".

-Nunca te había visto con la mirada perdida desde que te fijaste en Lassie por primera vez.-

Cómo no, ahí estaba su amigo observando y riéndose por dentro, y ya de paso un poco por fuera. Dyar, un joven que no carecía de iniciativa y que gran enlace mantenía con Sovey.

Cómo no olvidar aquel recuerdo de la infancia, ambos cabalgando caballos relucientes de dueños pobres. Compitiendo por quién llegaba antes a cualquier lugar, haciendo épicas carreras de barcos en las afueras del pueblo, etc. En un día de esos, el barco de papel de Dyar se hundió en el mismo río en el que se encontraban hoy.

-Cállate, no existes.

Producto de un sueño. Negarse a la nula existencia de Dyar le consumía de poco en poco en la oscura soledad, hasta ser expresada en un caballo que Sovey cabalga por cenizas heladas de nostalgia. Carecía de compañía que daba lugar a locura y momentos de afecto repentinos.

Plegarias a los ángeles caídos, locos les llaman, a ambos, oyentes y predicadores.

Siempre podías encontrar a ambos a las puertas de las casas del ángel Viktór. Sovey se arrimaba a la esquina de la construcción donde encontraba a los caídos, siempre dos y algunas veces tres. La esquina daba a una calle que divide la casa de su jardín de blancas plumas, que en primavera eran teñidas de gotas de sangre por todos sitios y luces amarillas que resaltaban los pequeños detalles de la casa. De las veces que Sovey había entrado en la casa, era un nido gigante con palomas blancas que periódicamente desprendía sus plumas blancas y ayudaban al mármol de Viktór a batir sus alas mientras que la luz de los cielos cual ladrón por el techo le guiaba el camino más seguro para vivir. Esa impresión se traspasa de generación en generación, de maestra a alumnos.

Los caídos le habían hecho ver la esclavitud de las palomas. Destinadas a levantar a Viktór para que eche a volar mientras que la gente le alaba y le ruega.
Un rezagado ya anciano contaba todos los domingos sus experiencias, soñaba haber volado sobre los bosques y ríos de las afueras, infiltrarse entre la multitud sin sus alas ser vistas. Pero la locura le llevaba a una repetición eterna de esa idea y variedad de delirios y alucinaciones como creer haber asesinado recientemente a alguien y algunas veces ceguera o ansiedad.

    

Huimos hacia la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora