Supe que no volvería a sentir la textura de su piel ni el dulce tacto de sus labios junto a los míos. No obstante, sentía que su esencia permanecía en las blancas sábanas de mi cama dónde tantas veces supimos explorarnos sin pudor. Podría cerrar los ojos y encontrarlo allí; yaciendo en una punta de la misma, esperándome como alguna vez me esperó y sabiendo que quizás no volveríamos a vernos hasta que la casualidad nos atropellara sin preámbulos. Pero eso era lo especial, entonces. Manteníamos la incertidumbre de no saber cuándo nuestros cuerpos se volverían a encontrar e idealizando el próximo encuentro; guardábamos el recuerdo del otro con un sabor que nos envolvía en una exquisita fragancia.
Pero sin embargo allí estaba yo; en aquel lugar dónde por vez primera cruzamos miradas. Y entonces crujían bajo mis pies las hojas marchitas que tenían un color amarillento y entre las puntas, un verdoso que solo atinaba a lo oscuro—Y ahí me quedé—Cerré los ojos y me adentré en poder llenar mis pulmones con aquel aroma tan particular de la naturaleza misma. Mis manos se aventuraron a rozar la corteza del árbol y seguía escuchando a las hojas que se despedazaban, y el ulular de los búhos en algún lugar.
Daba vueltas entre el aire mientras el viento rozaba mi piel y la hacía estremecer. Aún con los ojos cerrados bisbiseaba una canción y el frío me apuñalaba entre las costillas. Solté mi cabello y dejé caer mi gorro gris. Y ahí fue cuando sentí la necesidad de volver a tocar su piel. Me quedé en silencio, y me arrojé sobre las hojas aún con los ojos cerrados. Y por un momento, creí que las carcajadas que se oían en mi cabeza eran reales; que su voz me hablaba al oído y sus manos acariciaban la piel de mi ombligo. Creí que al abrir mis ojos, me encontraría con el brillo de los suyos y que nada en el mundo podría compararse con tal placer.
Pero, ¿quién podría ubicarlo de nuevo en mi camino?
Fue como un rompecabezas, el que intentábamos armar. Recuerdo cuándo su mano tocó mi piel por primera vez y sus extremidades temblaban tanto que parecía tan nervioso como jamás lo había estado; recuerdo cuándo me depositó un beso en la comisura de mis labios y me gustó creer que tenía mala puntería.
Todo volvía como diapositiva en mi cabeza. En mi interior encontré las ganas de volver, por lo cuál llevé mi dedo índice a la parte superior de mis labios. Y suspiré. El calor me humedeció la piel de los mismos al instante. Mis ojos cerrados, intentando recrear la imagen que siempre adoré.
Y ahí estaba.
Sus manos acariciaban el contorno de mi cintura. El exquisito almíbar de su boca se mecía sobre la mía, haciéndome sabedora de cuán afortunada era por haber atrapado aquella fantasía dentro de mis papilas gustativas. Sus ojos entrecerrados. Sus finas pestañas se mezclaban con el color café claro de sus cejas y el simple palpitar de su corazón, traspasaba por sobre mi piel.
Volví a cerrar los ojos pero esta vez ejercí presión al rozar mis labios y al hacerlo, extrañé su tacto. Extrañé su sabor. Extrañé sentir su sonrisa en medio de la apertura de su boca para un nuevo beso. Extrañé el dulce contacto de su húmeda lengua con la mía. Extrañé como el sentimiento de dolor se disipaba a medida que lo sentía más cerca de mí. Extrañé el revoltijo de sensaciones en mi estómago al mirarlo. Extrañé la intensidad que sus ojos siempre me regalaron; aquel brillo tan particular. Extrañé ver sus ojos llenos de lágrimas. Pero más extrañé ser quién las haga desaparecer.
—Tranquila—Su voz me acarició los oídos llenándome de paz. Abrí los ojos desesperadamente y lo busqué con la mirada. Nada. No había nada ni nadie. Solo estaba yo, mi locura y las hojas secas que seguían cayendo.