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En un pueblo había llegado un nuevo oficial del imperio, siempre había estado en él ser compasivo con los demás y aunque no provenía de una provincia costera, que era lo primero que pensarías al ver su aspecto, su piel era ligeramente más oscura que la de los demás, formaba parte de su encanto. Sus primeros días lejos de su ciudad natal le cayeron pesados, había que acostumbrarse a un nuevo menú, pues la variedad culinaria de ese pueblo en crecimiento era muy pobre, no pasaría mucho tiempo hasta que él se hartara y empezara a hacer sus propias recetas. Tenía todo lo necesario para llamar la atención de cualquier doncella que buscara a un marido con grandes cualidades, por ello Marena quien ya se había comprometido con Venancio, otro hombre soldado del imperio que había sido asignado a otro distrito llegó a considerar su compañía como algo más que grato.

Más de una vez éste hombre fue al hogar de Marena a ayudarla con alguna tarea doméstica, ella estaba tan acostumbrada a tener un hombre en casa que podría decirse que fue inevitable. Él tenía un cierto aprecio por ella, adineraba que ella sola pudiera cuidar de su pequeño hijo, así como su madre hizo con él.

Con el tiempo los avistamientos de lobos se hacían cada vez más frecuentes, a medida que el pueblo crecía, se iban adentrando más en el bosque. Hasta que una noche los lobos asaltaron los almacenes y varios aldeanos se vieron involucrados, algunos con leves rasguños y otros con un gran daño emocional al haberse encontrado con criaturas así por primera vez. Esa misma noche él la encontró cojeando mientras intentaba volver con unas gotas de sangre en su falda – Te viste envuelta en el asunto ¿no es verdad? No pasa nada, ya los hemos ahuyentado- la llevó a salvo a casa y no se dijo más del asunto.

El silencio no duraría pues muchas de las personas que entraron en contacto con los animales se estaban empezando a enfermar gravemente, no era cosa que los lobos estuvieran enfermos, pero si siempre se habían herido trabajando en el campo porqué ahora era diferente. Los soldados del imperio eran portadores de enfermedades que no sabían que tenían y poco a poco se fue esparciendo la enfermedad. La gente empezó a ver mal a los soldados y a sus relativos, la gente moría y arrojaban a las personas a un pozo para aislarlas cuando descubrían que estaban enfermas.

El soldado y Marena seguían viéndose a menudo, el pequeño se metía en problemas intentando defender al hombre que era allegado a su madre de las constantes burlas que nacían del miedo y la ignorancia de los demás niños ante la enfermedad. La luz en los ojos de Marena se opacaba con cada día hasta que finalmente, el hijo de esa mujer llegó a casa del soldado con una nota "volveré por la mañana, cuida de Credo", por fortuna del soldado ella nunca aprendió a mentir a otra persona que no fuera a ella misma. Salió a buscarla, pero encontrarla se convirtió en algo que el hombre se arrepiente de vez en cuando, ella descansaba la mitad del cuerpo sobre un tronco y el resto en el suelo, el brazo de la mujer estaba de un color anormal y su pulso se tornaba imperceptible a medida que las estrellas seguían saliendo en esa noche.

"Alguien que no puede proteger a su pueblo no merece llevar el emblema del imperio"- fueron las últimas palabras del soldado que todos conocieron desde su llegada al pueblo.

Cuando Credo llegó a su adolescencia fue entrenado por aquel hombre para entrar a la escuela militar del imperio, no bastaba con inscribirse, tenía que resaltar, tenía que volverse un honrado hombre que trajera gloria al imperio y les demostrara a esos aldeanos lo indiferente que puede ser una profesión con las virtudes de las personas.

El hombre no quería ocultárselo al joven, sin embargo, evitó mencionar el asunto debido a su propia inseguridad, y antes de partir quería no tuviera duda sobre cómo terminaron las cosas.

Credo, no quiero que olvides nunca su bella sonrisa.

Erase una vez un soldadoWhere stories live. Discover now