Sabía que no iba a morir.
La cabeza le pesaba sobre la almohada, como si estuviera llena de plomo, lo cual le impedía incorporarse en el lecho y pensar con claridad. El tiempo parecía pasar de una manera extraña, puesto que no estaba demasiado segura de si, al fin, había conseguido dormir o no. Sin embargo, había un frutero a su lado que no recordaba haber visto al acostarse, de modo que lo más seguro era que, de alguna manera, hubiera caído en algún momento en un sueño ligero. Sus doncellas le habían pedido varias veces que comiera un poco; y ella lo había intentado. Pero el pan blanco le había sabido a cenizas, y el vino dulce le había quemado la garganta con el primer sorbo. Su cuerpo necesitaba nutrirse, lo sabía, y reclamaba el sustento. Pero su estómago parecía negarse a aceptar las deliciosas viandas que se preparaban para ella.
¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Quiénes eran sus padres, sus hermanos, sus amigos? ¿Qué aspecto tenía? No lo sabía. Si sus padres y hermanos entrasen en aquel mismo momento por la puerta de la habitación, intentaría huir de ellos por instinto; y si alguien le trajera un espejo, sería incapaz de reconocerse en él.
No, no había perdido la memoria. Si encontraba las fuerzas que empezaban a faltarle podía recordar los días de invierno que había pasado mirando por la ventana, leyendo en la biblioteca o tejiendo y bordando junto a la chimenea de su habitación; las primaveras y los otoños de olores fragantes en los jardines después de la lluvia refrescante y vivificadora y las largas cabalgatas de verano por los campos. Sabía que había participado en batallas terribles y gloriosas para defender las tierras y el nombre de su familia, que había cantado y bailado en las fiestas en la corte, que había lucido hermosos vestidos y joyas relucientes dignos de una reina. Sabía que había reído y llorado, que había soñado, que había amado.
Pero todo se había esfumado en el aire como si fuera humo, o más bien había sido devorado por la oscuridad infinita que se propagaba por su alma, amenazando con aniquilar todo lo que alguna vez había sido. Tal vez ya había sucedido; y por eso ahora sólo podía sentir aquel dolor insoportable. Una espada de hielo que quemaba como el Infierno le atravesaba el pecho, le desgarraba lentamente el corazón. Paradójicamente, aquella era la única parte de su cuerpo que aún sentía como suya; y el dolor era insoportable, enloquecedor.
Y, sin embargo, sabía que no iba a morir.
Ahora, sus últimos recuerdos desfilaban por su memoria. Por desgracia, aquellos eran los únicos que aquel Abismo infinito no parecía poder tragarse.
¿Por qué había hecho aquello? ¿Por orgullo? ¿Por egoísmo? No lo sabía. Y, sin embargo, lo había hecho.
Apenas cometido el atroz crimen, algo dentro de su corazón se heló y murió como una flor bajo un viento helado, y con cada pétalo de su rosa blanca que caía en el vacío su corazón languidecía bajo el peso que caía lentamente sobre él. Entonces sintió la gélida estocada, y el dolor se extendió por su pecho como una ola de fuego líquido que lo quemaba todo a su paso.
No pudo siquiera soportar la visión de sus hombres: colocó a su segundo al mando, se cubrió con una amplia capa oscura y partió al galope en la noche, sin rumbo ni guía. Hasta que las luces aceradas del alba no despuntaron sobre las montañas de su tierra no se percató de que estaba volviendo a casa.
Fue recibida amorosamente por sus doncellas, que le ofrecieron un desayuno abundante, un baño caliente y un lecho blando de sábanas ligeras; pero su sincera solicitud despertaba en ella una suerte de pavor, etéreo como un velo de sombras, indefinido, pero más suyo que su propio corazón. La armadura heredada de sus antepasadas le quemaba la piel, como rechazando a aquella criatura que la había deshonrado, y su espada parecía tratar de huir del cinto que ceñía su talle para escapar de aquel monstruo que aún osaba empuñarla. Le faltó tiempo para ganar su habitación, despachar a las doncellas y quedarse a solas. Y en la tibia penumbra del amanecer, se despojó rápidamente de la armadura, de la espada y de sus costosas ropas y las arrojó lejos de sí.
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Eleos
FantasyA veces, hasta las mejores personas traicionan los valores en los que creen. Y, entonces, llega la culpa. A veces es una culpa tan fuerte que puede llegar a destruirnos. Esta es la historia de una doncella guerrera sin nombre, joven, inteligente y h...