Era cosa de tiempo que la paciencia de Enrique se agotara.
- Vamos, vamos...- murmuraba el hombre, frunciendo cada vez más el ceño mientras sus hombros se recogían- ¡rayos! Hiro, pásame tu teléfono.
Yo hice lo que se me pedía y le tendí diligentemente el dispositivo, el cual fue arrebatado de mi mano con cierta brusquedad. Acto seguido, Enrique comenzó a teclear con una ceja a medio alzar, mientras sostenía en la otra mano un arrugado trozo de papel con indicaciones que para más remate se había manchado de sudor. Me abstuve de suspirar, sabiendo que aquello solo aumentaría el ya creciente mal genio del hombre.
Habían transcurrido cerca de dos horas desde la aparición de la extraña chica llamada Vin, y aun no había ningún indicio de que mi familia fuese a arribar a la estación. Bueno, era yo quien había dicho que prefería no generar mucho escándalo a mi llegada, pero aquella parecía ser una bienvenida excesivamente frívola. La temperatura había ido disminuyendo paulatinamente con el correr de los minutos, y mis manos apenas si habían sido capaces de absorber algo de calor en el interior de los bolsillos de mis pantalones.
"¿Y qué esperabas?" me dije, reprimiendo un espasmo provocado por el frío "¿Ser recibido como el hijo prodigo que regresa a su hogar después de diez años? ¡Incluso es posible que me odien en esa maldita casa...!"
Mierda. Me estaba repitiendo eso último cada cinco minutos, como si inconscientemente estuviese tratando de horadar mí ya debilitada confianza. La proximidad del encuentro con mi familia me estaba poniendo cada vez más nervioso, y el método de ocupar mi mente en otros asuntos estaba comenzado a volverse ineficiente.
- Entonces, Enrique...- murmure, frotándome las manos mientras observaba al hombre sosteniendo mi teléfono contra la oreja con expresión de absoluta concentración-. ¿No te parece que va siendo hora de pedir un taxi?
Enrique seguía con el teléfono en alto, ignorando olímpicamente mis palabras mientras sus pies iban y venían en un recorrido repetitivo que, a decir verdad, ya me estaba hastiando. Trascurridos unos segundos, el hombre bajó el teléfono y miró la pequeña pantalla con un rostro evidentemente amargado.
- Enrique...
Enrique finalmente suspiró, devolviéndome el teléfono en el que aún se podía oír la melodía de la grabación que indicaba que el numero de destino no se encontraba disponible. Un vaho blanco se acumuló en torno a los pequeños bigotes de mi compañero, para finalmente acabar perdiéndose en la oscuridad de la noche.
- Lo sé, lo sé –farfulló finalmente el hombre, mostrando un aspecto de derrotado-. Es solo que... sabes...
¿Por qué de pronto Enrique se estaba rascando la cabeza con tanta vehemencia?
- ¿Qué ocurre? –pregunté, frunciendo el ceño.
Contra todo pronóstico, el rostro de Enrique se puso rojo como un tomate. Eso era algo que yo jamás habría esperado de él, así que no pude evitar dejar entrever mi desconcierto.
- Nada importante, nada –soltó el hombre de forma atropellada. Por un breve lapso de tiempo me pareció que estaba oyendo la voz de otra persona-. Es solo que... Bueno, tu madrastra no es una persona muy fácil de tratar, ¿entiendes? Si es posible, preferiría no disgustarla.
- Oh, claro...
Yo bajé la cabeza bruscamente, incapaz de reaccionar con naturalidad ante la sola mención de Ginevra Flameborn. Habían transcurrido once años desde que había visto a mi madrastra por primera y última vez, y los recuerdos que albergaba de ella eran bastante vagos y difusos, por no decir que eran absolutamente inexistentes. ¿De verdad era esa mujer una persona tan terrible y severa como aquellos que la habían conocido como Enrique la describían? ¿Y por qué de pronto aquel personaje se había interesado en mí, después de tantos años sin haber considerado siquiera ponerse al tanto de mi vida?
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El mundo que no debió ser
FantasyLa mente de Hiro siempre ha existido entre dos mundos. Uno de ellos es ruidoso y caótico, siempre plagado de gente, calor y problemas. El otro, en cambio, es un mundo de quietud y silencio, así como un remanso de misterios que el joven Hiro anhela...